A pesar de las lluvias recientes, las pérdidas que dejará la sequía en la actual campaña agrícola afectarán las inversiones y la productividad futura de los establecimientos agropecuarios, el ingreso de divisas, las arcas provinciales, la liquidez de toda la cadena agroindustrial y la vida de las comunidades de diferentes regiones por los quebrantos que afrontarán miles de productores.
Con una estimación de una caída de la cosecha de alrededor de 12 millones de toneladas, dejarán de ingresar US$ 4000 millones, equivalentes a más de 15 años de venta de tractores en el país. Esto repercutirá en toda la cadena agroindustrial: los proveedores de insumos afrontarán dificultades para cobrar los productos y servicios que financiaron a cosecha a los productores; los contratistas verán afectados sus ingresos por menores rindes; los transportistas dejarán de facturar más de $ 1800 millones; las cooperativas y acopios acondicionarán menos toneladas; las industrias molinera y oleaginosa tendrán más capacidad ociosa y los puertos cargarán menos barcos, entre otras consecuencias difíciles de cuantificar.
Es así que resulta incomprensible que las herramientas previstas por ley para brindar paliativos a la grave situación que viven los productores todavía no se hayan puesto en marcha, desvirtuando así la aplicación de una ley que es, precisamente, de emergencia. A pesar de las reuniones que mantuvimos en el ámbito del Ministerio de Agricultura, y de los informes oficiales que dan cuenta de los daños provocados por la falta de lluvias en vastas zonas de nuestro territorio, el Gobierno no ha publicado todavía los decretos que deben homologar la emergencia declarada por los municipios y las provincias, generando un innecesario atraso en la aplicación de los diferimientos impositivos y de otras medidas que podrían atenuar los daños irreversibles provocados por la falta de agua.
Tampoco se pusieron en marcha los tan anunciados créditos blandos de los bancos Nación y Provincia de Buenos Aires por $ 2800 millones.
En cambio, desde el gobierno se minimizaron los efectos de la sequía y se incriminó a los productores agropecuarios por apelar al Estado en vez de asegurar la producción contra riesgos climáticos. Se omitió mencionar que frente al altísimo riesgo que el agro toma al invertir y producir a cielo abierto, no hay empresa aseguradora que lo cubra plenamente. De hecho, de las más de 180 firmas aseguradoras de nuestro país, sólo el 15% ofrece seguros al agro, y el 90% de esos seguros son contra granizo. Por eso, los países que estimulan la inversión y valoran la producción agropecuaria, como Brasil o los Estados Unidos, subsidian la tasa del seguro para fomentar su uso. Y por eso existe una ley de emergencia y desastre agropecuaria promulgada por el Estado.
Pero es aún más grave que quienes fueron afectados por la sequía no tengan liquidez para afrontar sus deudas ni la posibilidad de vender su trigo por las restricciones a la comercialización del cereal que persisten hoy y que no fueron solucionadas por el sistema que rige desde enero pasado. Es así que, además de soportar la pesada carga del 35% de retenciones en la venta de soja, debemos afrontar una retención efectiva del 50% en el caso del trigo, ya que a la retención oficial del 23% se le suma la baja en el precio que provoca el cierre de las exportaciones y su consecuente sobre oferta en el mercado local. La misma realidad puede repetirse en el maíz, uno de los cultivos más afectados por la sequía.
La ley de emergencia debe aplicarse sin demoras y trabas burocráticas, pero la mejor ayuda para que el productor agropecuario afronte la nueva campaña agrícola y continúe dando vida al interior de la Argentina es, sin dudas, la transparencia de los mercados y la apertura de las exportaciones, así como una paulatina reducción de las retenciones.
El autor es vicepresidente 2° de la Sociedad Rural Argentina
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