Oriundo de San Pedro, Juan Manuel Acevedo se encuentra en el piquete de dueños de camiones ubicado en el kilómetro 153 de la autopista Rosario-Buenos Aires; pedidos por la situación del gasoil
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“Lo que más quiero es que esto se solucione pronto y poder regresar a mi casa con mi familia y dormir con mi pequeño que solo tiene siete años y me espera. Pero estoy acá para no perder lo que logré en esta vida, lo que me costó llegar hasta acá. Vengo a reclamar para no fundirme”.
Ya son más de 48 horas que el transportista Juan Manuel Acevedo, oriundo de San Pedro, está junto a un grupo de 15 personas instalado a la vera de la ruta 9, en el kilómetro 153, en el cruce de Río Tala. El martes pasado, bien temprano, llegaron a ese lugar y, con una lona y tres camiones como soporte, improvisaron una especie de carpa y allí se acomodaron en el campamento.
Enseguida se acercó una persona del lugar y les llevó un poco de leña para hacer un fuego y así poder pasar el frío que se aprestaba a ser muy áspero. Uno llegó con bebidas, otro compró un poco de salame, otro aportó algo de queso y pan. Con unos pallets armaron una mesa y así, entre mate y mate, iban trascurriendo las horas. De lejos se escuchaban los bocinazos de los vehículos que pasaban por la autopista.
“Estamos esperando una respuesta del Gobierno que no aparece, pareciera que nos ignora. Nos llamaron a una reunión y luego no nos atendieron. Para que entiendan, somos todos independientes, somos los mismos dueños los que andamos arriba de los camiones. No somos piqueteros, somos gente de laburo”, dice a LA NACION, con 39 años y 23 de trabajo.
Hijo de Rubén, también transportista, desde chico aprendió el oficio que le enseñaba su padre en cada viaje que emprendían. Hacían el trayecto desde San Pedro, transportando duraznos, batatas y cítricos a los mercados de La Plata y Buenos Aires.
“Me contó mi padre que mi primer viaje fue a los seis meses, con mi madre y mi hermana mayor. En esos tiempos, los viajes duraban más de seis días, entonces mi padre nos llevaba a toda la familia”, describe.
Sin embargo, la vida le iba a jugar una mala pasada porque de un momento a otro Rubén quedó ciego y no pudo manejar más. Como hermano varón mayor fue él, con 13 años, quien tuvo que hacerse cargo de la familia y comenzar a trabajar con el camión.
“Con cinco hermanos no fue fácil, yo era un pibito también. Pero eran otros tiempos, donde la gente entendía que no tenía ni me quedaba otra opción que subirme al camión y salir a trabajar. En vez de ir a jugar a la pelota, toda mi adolescencia me la pasé trabajando. Es lo que me tocó en la vida, por eso ahora no quiero perderlo todo”, detalla.
Cuando ya tenía 21 decidió dejar el camión familiar y emplearse como chofer para hacer otros viajes distintos y por unos años hizo trayectos de Córdoba a San Pedro, transportando cereal. Luego de mucho esfuerzo y dedicación, donde no hubo ni fines de semana ni fiestas familiares, hace 10 años pudo comprarse su primer camión que le costó $167.000 en ese momento.
“En el momento que menos esperaba pude tener mi vehículo propio. Era un Chevrolet con acoplado, conseguí que el banco me financie con 12 cheques que me prestó un amigo. Fue la felicidad más impresionante hasta ese entonces, después llegó mi casa y hace siete años el nacimiento de Milo”, relata.
“Hace dos años, con mucho trabajo pude cambiar de camión. Ahora sería imposible hacerlo, me valió $2 millones y hoy el mismo vale $10 millones”, añade.
Pero, en este momento, lo que menos le preocupa es cambiar de modelo. Su angustia pasa por perder el camión que ya tiene. “Si yo no puedo seguir trabajando me voy a fundir. La semana pasada pagué el litro de gasoil común $184. Con este valor perdemos plata cada vez que nos subimos al camión y hacemos un viaje. No solo son los sobreprecios, también es la escasez y el andar deambulando buscando que nos carguen. Encima no nos aceptan billetes de $100 en las estaciones de servicio″, relata.
“Perdí mi infancia para tener lo que tengo, nunca le saqué nada a nadie. Pero ahora el Gobierno parece que no quiere que estemos más los transportistas chicos, no sé por qué está enojado con la gente que trabaja. Nosotros no somos poderosos y necesitamos seguridad en que vamos a tener combustible para trabajar y que ese valor se va a mantener por largo tiempo”, agrega.
Son sensaciones encontradas. Por un lado, quiere volver a su casa a abrazar a Milo, pero por otro no quiere regresar con las manos vacías, que su esfuerzo “haciendo Patria a la orilla de la ruta” no haya valido la pena. “Es muy injusto. Acá me voy a quedar y si me tengo que enterrar en la tierra lo voy a hacer hasta que logremos lo que pedimos. Lo hago por mí, por mis compañeros que necesitan seguir trabajando y por mi hijo para el que quiero una Argentina para todos”, finaliza.
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