Crecen las quejas de usurpaciones, en general a pequeños productores que, cansados de reclamar sin respuestas, dejan los predios y se van a vivir a otra parte; las lleva adelante el Mocase, organización de buena relación con el kirchnerismo y el gobierno de Zamora
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En algunos rincones de Santiago del Estero parece que costara aplicar la Constitución. Al menos el artículo 21, el del derecho a la propiedad privada, algo no garantizado en la enorme cantidad de tierra que está usurpada en estos momentos ante la inacción de la policía, la Justicia y el Gobierno. El gran protagonista de estos atropellos es el Movimiento Campesino de Santiago del Estero (Mocase), una agrupación en la que gravita el Movimiento Evita, que pertenece a la Unión de Trabajadores de la Economía Popular (UTEP) y que integran dirigentes de muy buena relación con el gobernador Gerardo Zamora y su mujer, la senadora Claudia Abdala de Ledesma.
Es una debilidad de la democracia que empieza en una situación irregular de dominio, que en la provincia es generalizada, en muchos casos aprovechada por abogados afines al kirchnerismo o al poder de Zamora. Una proporción significativa de los campos de Santiago del Estero no tiene la escritura en condiciones simplemente porque sus dueños, en algunos casos propietarios de hasta una quinta generación, no hicieron como corresponde ni ese trámite ni el de la sucesión.
Eso alienta a abogados y escribanos que, con el respaldo del Mocase y a veces hasta amparados en la ley nacional 26.160, que obliga a un relevamiento territorial para los pueblos originarios, a discutir por la fuerza y con amenazas los títulos.
Representantes del Mocase Vía Campesina, el ala más dura de la agrupación, no respondieron a la consulta de este diario. En la provincia identifican al menos a tres líderes: Adolfo Farías, Juan Chazarreta y Cristina Loaiza, todos ellos de buenos vínculos con el Gobierno. Loaiza es, además, integrante del Consejo Económico y Social, que preside Mercedes Marcó del Pont.
Muchas de las usurpaciones cuentan además con el respaldo del Instituto Nacional de Asuntos Indígenas (INAI), que conduce Alejandro Marmoni, pero en ocasiones basta con la astucia de especialistas en litigar de buenos contactos. Así lo especifica un comunicado que difundieron la semana pasada más de 300 productores que se congregaron en una asamblea para levantar la voz. En el texto nombran, por ejemplo, al escribano Elio Alejandro Curet, cuya familia tiene vínculos con la administración provincial. Su hermano Gustavo Aníbal Curet, también escribano, es socio de Claudia Ledesma en el estudio. Consultadas, fuentes cercanas a los Curet niegan la acusación. Dicen incluso que se trata de una difamación y agregan lo contrario: que ellos también son víctimas de extorsiones. Otra abogada muy activa es María José Venancio, del Mocase y del área de derechos económicos, sociales y culturales del CELS.
Las víctimas pueden ser grandes productores, como la familia Masoni, el caso más conocido en todo el país porque tienen relación con el macrismo, pero también pequeños productores anónimos y de nula filiación política, cuyos campos no pasan de unas pocas hectáreas y que, hartos de la situación, se sumaron la semana a la asamblea para dar a conocerla.
Esta mecánica de usurpación es, como el reclamo de la tierra, ancestral: el propietario se descuida, un día llega un contingente de vecinos con palos, lo amedrentan e irrumpen en el predio. El dueño seguramente hará la denuncia, pero es difícil que sea escuchado y, si tiene esa suerte, entrará en un litigio eterno donde tallan miembros de la Justicia que, en general, también tienen algo que ver con el gobierno.
Oscar Amato, un cordobés de 69 años que compró hace 22 años 530 hectáreas en Sumampa, departamento de Quebrachos, al sur de la provincia, ya hizo 37 denuncias que nadie atendió. Su campo, al que llegó a invertirle casi un millón de dólares y que en algún momento tuvo un feedlot y 16 empleados, está usurpado desde hace varios años. “O te vas o te morís”, le escribieron manos anónimas una vez sobre la tierra, frente al portón del predio, y Amato tomó hace dos años la decisión de volverse a vivir a Córdoba.
Ya no va, dice, porque sus hijas le recomiendan no hacerlo: cada vez que viaja vuelve con algún golpe. Una vez le quebraron los dedos; otra le hicieron tajos a machetazos. “Ojalá me lleve Diosito”, dice, y se le entrecorta la voz cuando recuerda que su mujer murió hace cuatro años como consecuencia de un cáncer, probablemente acelerado por tantos disgustos. “Tengo mucha bronca -dice-. Le diría a Zamora que me pagara lo que vale el campo y no vuelvo más a Santiago”.
Seguramente Alberto Ponce, que heredó de sus abuelos hectáreas en Salavina, siente una impotencia mayor. Tiene, al igual que Amato, las escrituras y la sucesión en perfecto orden. Pero Guillermo Cejas, el usurpador que atentó hace 12 años contra su padre mientras discutían los planos, ya está libre y, peor, adentro del predio familiar.
Al ver que les rompían el alambrado, los Ponce fueron en octubre de 2010 a encarar a Cejas, que afirmaba ser el dueño mientras, desde arriba del caballo sacó una escopeta y dio varios disparos. Le pegó en el tórax dos balazos al padre de Ponce, que estuvo en terapia intensiva durante dos meses. Todavía hoy, 12 años después, tiene secuelas de aquella agresión: está por volver a operarse. “Es desesperante porque no hay mucho que hacer”, dice el hijo.
Las historias, que son múltiples y similares, dan cuenta de una provincia en la que los conflictos se dirimen por la fuerza. Por eso la asamblea de la semana pasada hablaba de “condiciones medievales”. LA NACION intentó, sin éxito, comunicarse con autoridades de la provincia. Las incursiones sobre lo ajeno afectan en general a productores pequeños, en algunos casos hasta de bajos recursos. Y, como contraparte, los nuevos dueños de la tierra no son necesariamente indigentes.
Es el caso de Eduardo Federico López Alzogaray, nada menos que presidente del Tribunal Supremo de Santiago del Estero, la instancia judicial más alta de la provincia, a quien dos jueces, Roxana Vera y Pedro Jury, le dieron en los últimos años la razón en un reclamo frente a los Ardiles, la quinta generación de agricultores de una familia que tiene una escritura de 1977 para 30 hectáreas de Chaguar Punco, departamento de Robles. Criaban lechones, ovejas, cabras.
Pero entre 2018 y el año pasado, gracias a dos órdenes de desalojo, una de las cuales se hizo con la infantería de la policía provincial y delante de los nietos de los Ardiles, se fueron quedando sin nada. Un día Manuel Ascencio Ardiles, dueño del lugar, fue a pagar la boleta del seguro de riego y se encontró con que estaba a nombre de la presidente del Tribunal Supremo de Justicia, cuyo argumento para discutir la propiedad es la herencia de una antepasada que, dice, es anterior a los Ardiles. Este diario intentó obtener una explicación del abogado de López Alzogaray, que tampoco contestó. Ardiles murió en enero pasado, ya sin ni un metro de tierra, a los 76 años.
Muchos de estos campesinos se han resignado a una vida económica peor. Juan Lacorte, por ejemplo, pasó de propietario a changarín y albañil por las usurpaciones. Las sufre desde hace seis años en su terreno, unas 72 hectáreas en el departamento de Juan Felipe Ibarra. “En este momento, ellos están sembrando en mi campo -dice-. Muchos son gente que conozco, vecinos que hicieron la escuela conmigo”.
Hace unos años, Lacorte decidió encadenarse frente a la puerta donde se hacía la fiesta anual del Mocase para reclamar su propiedad. Lo rodeó un grupo de personas entre las que estaba, por ejemplo, Deolinda Carrizo, miembro del Mocase y hoy directora de Género e Igualdad de la Secretaría de Agricultura de la Nación, y le tiraron del pelo y lo golpearon. Dice que hizo desde entonces unas diez denuncias en Quimilí, pero que los fiscales nunca hicieron nada.
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