Los ranqueles habían consumado un malón de donde sacaron de un campo del sur de Santa Fe, en 1842, a un niño de siete años, Santiago Avendaño (1834-1874), que pasó inmediatamente de ser un cautivo a ser un hijo amado de Caniu y su familia.
En la falda de la esposa de Caniu se dormía el pequeño y a corta edad se le confiaba para que pastoreara más de cien vacas lecheras con sus crías, Caniu era sobrino del cacique Pichuiñ que cada vez que estaba con Santiago casi enloquecía por el placer que le causaba ver y tratar el niño prodigio.
Aunque estaba ocupado en todos los quehaceres que con afecto se le pedían, el nunca dejo de llorar discretamente a su familia de origen y su fe católica era ejemplar. Esto lo observó el coronel puntano Manuel Baigorria que era poderoso entre los Ranqueles.
Cuando se dio el momento y la circunstancia y teniendo el niño catorce años, el coronel Manuel Baigorria le indicó cómo y cuándo debía escapar. Santiago tenía un amigo íntimo, Nahuel Maiñque, a quien le confió su plan sin mencionar al coronel. El amigo le dio las mismas indicaciones que le había dado Baigorria y además le dio provisiones para el viaje.
Cuando salieron los ranqueles para dar un malón (invasión escribe Avendaño), en San José del Morro (San Luis), fue el momento propicio para escapar.
Con dos caballos que habían dejado a su cuidado, entre muchos otros, un oscuro y un picazo overo, desde el centro de la actual provincia de La Pampa se fue hacia el oeste hasta llegar al río Salado, lo costeó hacia el norte y siguió el río que es el mismo, pero cambia de nombre por río Desaguadero (limite natural entre Mendoza y San Luis), siguió hacia el norte hasta la altura de la laguna de Bebederos y llegó más tarde a campos cercanos a la ciudad de San Luis.
Galopó lo más que pudo pues les tenía miedo a los jaguares y a ser encontrado por sus perseguidores. Lo atormentaba la conciencia porque pensaba que se había portado mal con Caniu; “de quien no tenía el menor motivo de queja”.
Sufría mucho la sed pues el río Desaguadero no siempre es dulce en su recorrido y hacía calor en esa zona desértica. El picazo overo ya no le respondía por el agotamiento y lo dejó en el campo. Después de siete días de marcha llevó al oscuro hasta el patio de una casa de campo puntana. “‘Hijito, ¿de dónde venís?’; ‘señora, de los indios’, contesté yo ...”. Caballo y jinete estaban en las últimas, lucía un sombrero de paja en buen estado que lo honraba. Esto fue un 7 de noviembre de 1849. Siete años y medio estuvo con los ranqueles.
Santiago Avendaño relató años después estos sucesos que publicó parcialmente en la “Revista de Buenos Aires” . Otros autores lo han citado a lo largo de los años. Pero en 2019 se publicó el original completo en una obra de la historiadora María Laura Pérez Gras, “Cautiverio y prisión de Santiago Avendaño”. Los manuscritos (470 folios) son documentos muy importantes, y forman parte de la excelencia que es la herramienta y el modo de operar más conveniente para exaltar, entre otras cosas, los méritos del pueblo ranquel y así en lo que se pueda hacerle justicia. Lo irreparable es irreparable, lo reparable es reparable.
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