En abril de 1817 el general Juan Martín de Pueyrredón, director Supremo de Estado, ordenó a los gobernadores de provincia, prelados diocesanos y castrenses, no conceder licencia a las “jóvenes americanas” para contraer matrimonio “con españoles europeos” que no hubiesen obtenido carta de ciudadanía. La medida tan extrema se debía a que muchos padres y esposos españoles continuaban “obstinadamente en el sistema de empeñar todos sus conatos por detener los progresos de la libertad y de la dicha de la patria”.
José María Aubín, en su libro Anecdotario argentino (1910), “conjunto de perlas sacadas del mar de la historia patria para deleitar y enriquecer las inteligencias infantiles”, explicó que tal resolución produjo escenas “en las que predominaron, como es natural, la nota del más acentuado y romántico sentimentalismo”, tal lo ocurrido a cierto andaluz audaz y charlatán, nacido en la ciudad de San Fernando, antiguamente Villa de la Real Isla de León, al oeste de la provincia de Cádiz, que pretendió eludir la prohibición del gobierno de las Provincias Unidas y sorprender la buena fe del cura de la parroquia de San Isidro.
El andaluz se “disfrazó de gaucho” y cambió la indumentaria típica de sombrero de ala ancha, chaquetilla corta, pantalón estrecho y pañuelo anudado a la cintura a modo de faja, por chiripá, poncho y espuelas. Agregó un tirador de plata con bordados salpicados de monedas peruanas, duros españoles y chirolas bolivianas, muy diferente sin dudas al que José Hernández menciona en Martín Fierro: “No tenía una prenda güena / ni un peso en el tirador”.
“Las prendas rudimentarias como el poncho, el chiripá y la bota de potro” explica Leopoldo Lugones “pertenecen, más o menos, a todos los pueblos de escasa civilización. A veces son regresos, como el chiripá respecto a la bombacha morisca”.
El “atrevido” andaluz había olvidado el refrán criollo que decía que “no es pa’ cualquiera la bota e’ potro”, singular calzado gaucho descrito por Leopoldo Lugones como hecha del “cuero del jarrete caballar”, flexible y “cómoda para la equitación bravía y los largos galopes que hinchan el pie”.
No le resultó la trampa al europeo cuando debió presentarse frente al sacerdote. Interrogado sobre su nacionalidad, estado y edad, respondió “con ese acento, propio de los hijos de la tierra de María Santísima: Puz digo que mi mare, a quien Dioz guarde, me dio a lú en la villa e Zan Fernando y me puzieron en la pila por nombre y apellío Perico Pere, pa servir a Zu Zeñoría y pa lo que guste mandá”.
El cura, concluye el profesor Aubín la anécdota, tomó de una oreja al gaditano y lo puso de patitas en la calle. Perico Pérez se quedó sin novia y “preguntando, sin duda al Cielo, qué podría importarle a la patria que él se casara o no”, según cuenta en Anecdotario Argentino .
Martín Rodríguez, gobernador de Buenos Aires, derogó en agosto de 1821 el decreto de Juan Martín de Pueyrredón de 1817, visto entonces como un impedimento para el logro del “aumento de la población”, objeto que llamaba la atención del gobierno de la Provincia de ese entonces.
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