Aquella ventosa mañana de verano, nada indicaba que ese día se libraría una de las batallas más heroicas de la campaña de Patagonia (1881- 1885). El capitán Gómez había salido a varear a su brioso zaino, en tanto que tres soldados habían llevado a pastorear la caballada del fortín. Este se levantaba en el área en donde se abrazan el Neuquén y el Limay. Paisaje idílico, salpicado aquí y allá por manchones de montes de sauce colorado.
La apacible atmósfera de la jornada se hizo añicos cuando desde arriba del mangrullo se escuchó la alarma de: “¡Indios!” A partir de ese instante, la dinámica de la escena se alteró completamente, comenzando a acelerarse de una manera vertiginosa. Un centenar de indios avanzaba, mientras que entre los milicos martilleaban las órdenes a diestro y siniestro, procurando que cada hombre tomara su arma y se aprestara a defender el enclave. Pronto, comenzarían a vestirse con el inigualable ropaje de los héroes.
El primero en hacerlo fue justamente, Gómez, el capitán; quien había quedado del lado de afuera del cerco. Entre él y el fortín había una cincuentena de aborígenes dispuestos a cazarlo. Gómez lo tanteó al zaino en las riendas y el pingo respondió presto. Enseguida, y al tiempo que las primeras boleadoras rebotaban cerca de las manos del montado, picó espuelas y encaró, revólver reglamentario en mano. Era un lobo solitario arremetiendo contra una jauría de rabiosos perros cimarrones.
Se armó un revoleo de jinetes indígenas perfectamente visibles por el colorido de los ponchos, intentando interceptar la carrera del capitán. Iba el zaino en toda la furia. Disparó sobre varios indios antes de percibir el primer chuzazo, que se dirigía hacia su cabeza. Pero, el jinete lo desvió con el antebrazo en tanto que otra lanza penetraba en el muslo, y una bola perdida impactaba en su espalda. No obstante, ya estaba el bravo a escasos metros de su destino y en un abrir y cerrar de ojos, estuvo a salvo dentro del fortín.
Los atacantes eran guerreros de Namuncurá y Reuque- curá, dos de los caciques principales que todavía resistían el arrollador avance “huinca”. Súbitamente, hicieron su aparición los soldados que habían salido con la caballada. El son del clarín, y el alboroto de los disparos, los hizo acudir en defensa de su pabellón. Pero, eran tres contra docenas de indios.
Lanzazos
El primero en caer fue el soldado Juan Robledo. Ultimado por decenas de lanzazos. Clavado contra el agreste suelo patagónico cual un insecto en el tablero de un entomólogo. Lorenzo Montecino, rápidamente es alcanzado por las lanzas de los indios. Sólo queda con vida el joven Ramón Mercado. Este, una vez vaciada su carabina, la arroja al suelo y acomete contra los indios, empuñando el sable desnudo.
Repentinamente, un grupo de milicos, acaudillados por el sargento Ponce, abandonó el cerco protector de la empalizada para intentar salvar a su compañero. Este ya era una masa sanguinolenta, el cuerpo atravesado por docenas de lanzazos. Un camarada llegó a su lado y sujetando un breve instante, le pegó el grito para que se agarrara de la cola del montado. Así lo hizo Mercado, y comenzó la loca carrera de regreso al fortín.
Los “huincas” disparaban como posesos con sus revólveres mientras las chuzas buscaban golosas, sus humanidades. Aquellos instantes fueron espantosos. Una vez que las balas se acabaron, arrojaron los revólveres y desenvainaron los sables. Con el último aliento, lograron llegar a distancia en donde el fuego graneado de sus compañeros, comenzó a cubrirlos y a hacer estragos entre los aborígenes.
Aunque Mercado, no alcanzó a llegar. Exánime, terriblemente debilitado por la enorme pérdida de sangre, no pudo sostenerse más y se soltó de la cola del caballo. El ulular de los indios en ese momento era ensordecedor y retumbaba en los oídos de los criollos cual un alarido de muerte. Los soldados dieron vuelta los “patrios” de cara a los atacantes, protegiendo con sus cuerpos y los de los cinco caballos, la humanidad de Mercado. En ese momento, dos soldados salieron a la carrera del emplazamiento militar y lo arrastraron dentro. Los milicos, los siguieron a todo galope.
Inmediatamente después, el ataque indígena se hizo general. Pese a la granizada de balas los atacantes llegaban hasta el foso del fortín, desmontaban y arremetían a pecho desnudo, facón y bola. En minutos, el terreno se cubrió de indios muertos, dentro, muchos de los soldados también lo estaban. Hasta que las grandes pérdidas sufridas hicieron que las huestes indígenas se retiraran.
Mercado murió al día siguiente. El cuerpo ultrajado por veintisiete lanzazos. Grande fue su coraje, así como el de sus compañeros caídos, y también el de los indios que murieron defendiendo sus ancestrales formas de vida. Todo sucedió un 16 de Enero de hace ya 140 años, cuando el país era otro y sus habitantes no cantaban, como ahora, con voces apagadas y monocordes: “Oh, juremos con gloria morir”; sencillamente, lo hacían
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