En Balcarce, Agustina Sáenz Rozas lleva adelante un proyecto ovino: fabrica y comercializa unos 1500 kilos de productos al año
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En el amanecer en la Sierra La Vigilancia, cerca de Balcarce y a unos 25 kilómetros de la ciudad de Mar del Plata, Agustina Sáenz Rozas, con una sonrisa franca y contagiosa, dice orgullosa y sin titubear que “el queso es el salto de la leche a la inmortalidad”.
Mientras se toma un mate y planifica su día, observa desde la ventana de su cocina de campo cómo en la lontananza pastorea su majada de ovejas. Esta ama de casa devenida en productora de quesos ovinos no puede creer que en menos de cinco años su proyecto no solo haya despegado sino comenzado a dar sus frutos, mejor dicho sus quesos.
En su chacra de 20 hectáreas, recuerda como fueron sus inicios, casi por casualidad, casi por accidente. Si bien en sus 46 años toda su vida siempre estuvo relacionada al campo, a los animales y a la ruralidad, nunca pensó que a los 40 haría un golpe de timón y pasaría de, llevar a sus cuatro chicos a la escuela, hacer la comida y ayudarlos con los deberes, a tratar de posicionar su marca de productos lácteos.
Todo comenzó cuando un día su hijo mayor decidió presentar en una feria de la escuela agraria a la que concurría un proyecto sobre un tambo ovino. Llegó a su casa y les planteó a sus padres si le podían dar una mano con el plan de trabajo que constaba de una maqueta, entre otras cosas.
Como al final el proyecto fue aceptado, hubo que ponerse a trabajar en el mismo. Unos productores ovinos de Pehuajó le prestaron una ordeñadora y con las pocas ovejas de campo que tenían, debajo de un alerito precariamente armado para la ocasión, comenzaron a ordeñar. Cuando la presentación final en la escuela acabó, la familia reflexionó que había sido una buena experiencia, en la que aprendieron algo de la producción lechera en ovejas.
Sin embargo, para Agustina la cosa no iba a quedar ahí. Una noche, cuando Mariano Gallardo, su marido, llegó a su casa, luego de su recorrida como asesor en campos de la zona, le dijo: “Y si emprendo esto como una actividad en serio”. Él la miró y viendo un gran entusiasmo en ella, asintió, aclarándole que no iba a poder ayudarla mucho en las tareas.
Era otra Agustina la que hablaba, una nueva mujer que se sacaba por primera vez el traje de madre y se ponía el de productora ovina y quesera, dispuesta a aceptar nuevos desafíos. ““El primer factor que me llevó a hacer esto es la inconsciencia que me caracteriza, porque si me ponía a analizar la cantidad de obstáculos y cada complicación que tenía hacerlo, no arrancaba. En mi cabeza siempre está no pensar en lo que puede venir más adelante: ‘cuando llegue ese río, hablaremos de ese puente’. Tampoco gasto energía en renegar por el país porque si me quedo lamiéndome las heridas, no hago nada. Este es nuestro país, veo como lo navego”, cuenta a LA NACION.
Pero claro, para empezar el emprendimiento, con esas ovejas propias que tenía no iba a llegar muy lejos. Ahí decidieron invertir en una majada de 30 ovejas de raza Pampinta, sumando la misma ordeñadora usada que esos buenos colegas se la financiaron a largo plazo. “Nos la pagan como puedan”, les dijeron.
Luego, a continuación de un galpón, con la ayuda de su marido, armó un nuevo alero con unas maderas en desuso, porque aun su “cabeza de ama de casa” le impedía invertir demasiado. En un principio, se juntó con gente de una escuela agraria de Las Armas, quienes le brindaron las primeras herramientas para hacer quesos. En ese inicio fue ordeñar unas 15 ovejas, donde la cocina de su casa pasó a ser la fábrica de quesos que al tiempo ya maduros los regalaba a su familia y amigos para que le den su veredicto.
En sus horas de ocio, miraba videos en redes sociales de especialistas para ir perfeccionando su producción. Hasta que un día dio con una española especialista en quesos, con quien realizó cursos a distancia. “Me metí muy cruda en esto y ella me ayudó tanto, me dio mucha confianza, porque todo lo que enseñaba era con naturalidad. Acá, en cambio primero te asustan y después te enseñan. La consideró mi madrina quesera”, dice.
Con buenas devoluciones, al año siguiente y para cubrir costos, con el boca a boca, redes sociales y ferias zonales, decidió comenzar a comercializar. Fueron años difíciles, cansadores, muy a pulmón porque, todo pasaba por la productora: encerrar las ovejas, ordeñar, partear, hacer los quesos y ahora además comercializarlos.
Sin embargo, de a poco la cosa iba a empezar a tomar un color interesante y eso la entusiasmaba y entusiasmaba a su familia también. De esas primeras 30 Pampita, pasó a una majada de 120 ovejas totalmente de raza Frisona, que producen más leche. De ese inicio con una manga hecha de pallets, fue mejorando a una manga de madera prolija realizada con tablones.
Gracias a la ley Ovina, pudo construir una sala de elaboración y comprar una tina quesera. Además de ese primer queso semiduro pionero, fue sumando otros a su marca “La Vigilancia”, como el overmert, el queso ovejero, el queso tipo halloumi (queso brasilero), entre otros.
Según detalla, el ordeñe comienza a principios de agosto, con un promedio de 800 mililitros por oveja y a diferencia de otros productores, deja los corderos al pie de la madre, buscando un manejo más natural.
El año pasado, por la sequía, achicó la majada y solo ordeñó 60 ovejas y produjo unos 1500 kilos de queso. Este año, busca llegar a los 2000 kilos, aunque su prioridad es que la reconozcan por tener un buen queso. Esa es su meta, su objetivo es que sus quesos tengan una identidad destacada. Para lograrlo, está estudiando una diplomatura virtual en Fromageliers, de la Facultad de Bromatología de Entre Ríos.
“Cuesta darse cuenta lo que uno ha logrado. Poco o mucho, mi cabeza ha cambiado. Atrás quedó mi etapa muy feliz de ama de casa pero ahora soy tan feliz como emprendedora, encarando y sorprendiéndome con cosas nuevas. Y cuando estas no salen, hay que seguir adelante. No lo tomó como un fracaso: eso es no intentarlo”, finaliza.
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