Con mis íntimos Cabeto y Juan nos aceptaron para hacer el cruce de los Andes a lomo de mula, de aquella asociación sanmartiniana. Y ahí estábamos, esa noche de enero en la hermosa peatonal de Mendoza, en larga mesa con los expedicionarios hombres y mujeres, llegados de todo el país.
Una mañana luminosa formábamos en acto patrio en el Plumerillo, con el jefe de la expedición, militar retirado veterano de Malvinas, tronando: "Nos espera la montaña, ¡allá vamos!". Después, la antiquísima estancia Canota en la precordillera, conocimos las impredecibles mulas y dormimos apiñados bajo la lluvia en el piso de una galería.
Y arrancar. Una bendición del cura, y adelante. La larga, larguísima fila de mulas con unas doscientas personas, entre los expedicionarios y los baqueanos del regimiento de Uspallata. Serpenteando bajo un sol que se convirtió en fuego al mediodía y que a la noche nos dejó en algún lugar de la montaña. Un guiso, un vaso de vino, dormir en el suelo en noche helada y despertar con los primeros rayos y al fondo el Aconcagua lejano y su cumbre blanca.
Siguieron días de aprender el cruce, sufrirlo y quererlo. La diana, madrugadas, mate cocido, polvaredas, el olor de las mulas, alguna caída dura. Clases de historia en las paradas, y alguna misa cerca del cielo. Andar y andar, por valles y quebradas.
Llegada a Uspallata con las banderas, aplausos de la población, y nosotros con piel de gallina. Retreta del desierto en la tarde del regimiento. Representamos el combate en el puente de Picheuta, con uniformes. Y San Martín y sus soldados se nos iban adentrando mientras repetíamos su recorrido.
El canto de Aurora al izar la bandera en la destruida estación Polvaredas, como en las mañanas del colegio. Con el sol naciente y el aire fresco de los Andes.
Dormir en el suelo ya fue una costumbre. Noches de fogatas y guitarreadas, la cueca Los 60 Granaderos casi un himno del cruce, camaradería creciente y algún romance también, bajo un cielo con millares de estrellas. Después, el río allá abajo, muy abajo, y esa terrible zona de los precipicios que cruzábamos creyendo que nuestro cruce (por la vida) terminaba ahí. Seguir y seguir. Puente del Inca, Penitentes. Algún cóndor. La banda militar emocionándonos en el Arco de las Cuevas, y el trayecto final subiendo hasta el Cristo Redentor entre cumbres nevadas, ya casi una peregrinación. El límite con Chile, la llegada y la emoción hasta las lágrimas. Coreada marcha de San Lorenzo al pie del Cristo, que el viento de los Andes se llevó.
Y el final. La bajada y la despedida de las mulas que nos dejan su olor en las manos y se quedan tristes mirándonos. Y esa mulita que ahí cayó muerta, como diciéndonos que cumplió hasta el fin. Tantas cosas. Allá en la cordillera.
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