Todavía está la gran casa del siglo XIX con reminiscencias italianas, sus techos altísimos y la arboleda profunda, allá en las sierras de Córdoba, sobre las lomas de Unquillo. "Santa Rosa", la estancia que mi tío abuelo Florentino compró en 1907 y que fue de antiguas familias cordobesas. Pero él, hijo de italianos, en cada fecha patria izaba la bandera argentina con los ojos húmedos. También donó las tierras para la estación del ferrocarril y no dejó que le pusieran su apellido. Allí me mandaban cuando chico en enero, invitado por mis tíos Florentino (h) y Blanca.
La quinta donde trabajaron tantos unquillenses, la chacra, el tambo, la represa, el río allá abajo y el vasto campo que se extendía por las lomas con algarrobos, talas y espinillos. Vacas flacas, a veces algún puma, y al fondo el majestuoso Pan de Azúcar. La larga mesa con la abuela Enriqueta, mis primos mayores Marién, Buby y Horacio e invitados, entre ellos nosotros los chicos. Los criollísimos empleados de la casa, Félix y su mujer Amalia, alguna mucama, y el viejo peón Francisco, doblado por una antigua caída del caballo, pero que quedaba enderezado al montar. Y los serranos con su tonada.
También había en la estancia otra casa, Villa Fortunato, que alquilaba el cordobés doctor Villafañe con su esposa, cinco hijas y parientes, frecuentes visitantes de la casa grande. Mis primos y sus amigos organizaban algunas cabalgatas por las sierras. Marién cabalgaba en una anacrónica montura de mujer, colgando de costado y con largos pollerones, y los chicos del pueblo corrían divertidos tras ella. Recuerdo los caballos, el bayito Rubio, el zaino Incógnito, orgullo de Horacio, y los alazanes "Aufiédersen" y Príncipe Azul. Y el inolvidable olor del monturero.
Pero nuestra principal diversión era la pileta, muy antigua, a la que se bajaba por una escalera de cemento y se llenaba con agua de pozo y con una acequia que caía en cascada. Mi tío marcaba los horarios de la pileta y de las comidas con una gran campana, cuyos toques debían respetarse estrictamente. Como la siesta, que era sagrada y que recuerdo con eterno zumbar de cigarras. Los domingos mi tío y otros señores llevaban religiosamente a sus mujeres y a los chicos a la misa de 11, pero ellos no entraban en el templo, porque eran "librepensadores" y se quedaban conversando en la plaza del pueblo, tramando quién sabe qué laicismos.
Buby había escrito de adolescente un hermoso poema llamado "A Santa Rosa" del que recuerdo alguna estrofa: "La quinta y sus frutos, la abundante parra/ la siesta brumosa del rojo verano/ posada en un tronco la ronca cigarra/ el sol, las estrellas y el cielo serrano." A fines de enero mis padres me venían a buscar. La campana de la estancia nos despedía.
Aún está la gran casa, ahora Villa Fortunato es también una casa familiar, y después de tantos años todavía vuelvo a lo de mis primos. Una vez, les escribí un soneto, que empieza así: "Quizá cambiaron muchas cosas/ pero vive el alma de la estancia/ y trae rumores de la infancia/ el río bajando a Santa Rosa?". Allá en Unquillo.
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