Amanece en la selva chaqueña. Son las seis de la mañana y el sol rojizo de la tarde de ayer no auguraba lluvia pronto. El calor ya empieza a pegar en las puertas de El Impenetrable y el canto de los gallos se entremezcla de lejos con el de los pájaros del monte nativo. Alina Ruiz hace rato está levantada, ya dio de comer a las gallinas y aguarda delante del galpón, con unos pocos cajones de frutas de estación y hortalizas que pudo cosechar.
La sequía de los últimos meses se ha convertido en la peor pandemia en la zona. Ver morir animales por falta de agua, no poder levantar lo sembrado, colmenas que languidecen y la única perforación a la que le quedaba agua se volvió amarga; es una realidad que duele y el Covid-19 ha pasado a otro plano.
Ni bien llega su hermano, enganchará el carromato a la camioneta para ir a la feria franca en la plaza de Castelli, a 12 kilómetros de la quinta. A pesar de las dificultades, los Ruiz no han dejado de estar allí, donde conviven tres culturas, los inmigrantes, los criollos y las comunidades originarias.
Desde hace tiempo llevan sus productos de la huerta, como huevos, quesillos, chacinados y carnes ahumadas envasadas al vacío. Hoy es distinto, no hay quesillos, por poca leche que dan las vacas por la falta de agua y pasturas priorizan criar el ternero y en tanto en la huerta no se alcanza a reponer y queda poca producción de hojas verdes para vender.
Su vínculo familiar con el campo es de siempre, antes de la Segunda Guerra Mundial, sus abuelos checos se instalaron allí, en la colonia de inmigrantes El 44, donde aún viven muchos descendientes.
Con 41 años, además de productora frutihortícola, es cocinera. Concluído sus estudios secundarios, decidió estudiar cocina en Buenos Aires. En 2009 regresó a sus pagos con la idea de montar un restaurante de campo en la finca y revalorizar recetas de antaño, como las empanadas de charqui y algarroba.
"Con el nombre de Anna, en honor a mi abuela materna, el proyecto nació como gastronomía Kilómetro 0, es decir que un gran porcentaje de lo que se cocina es producido aquí. Queríamos evocar recetas con productos de nuestra región en un menú de pasos con maridaje de vinos", cuenta Alina a LA NACION.
Sabía que la propuesta para un pueblo del interior, donde las costumbres culinarias son más clásicas, iba a ser difícil. Casa por casa, con un álbum anillado de fotos de comidas bajo el brazo, deambulaba las calles de Castelli mostrando el catálogo de su emprendimiento.
Fue atrevida la manera publicitaria de hacerlo pero enseguida aceptaron su iniciativa. Y una noche, a puertas cerradas, sin un menú para elegir, unos cinco primeros comensales se acercaron a la Finca Don Miguel para ver de qué se trataba.
En la pequeña casa de adobe y ladrillos que su abuelo había alzado tiempo atrás, se pusieron las mesas de los asistentes. "Mi abuelo fabricaba ladrillos y los comercializaba. Él mismo levantó su casa, por eso nos pareció una gran idea hacer el restaurante ahí. Esa primera noche todos quedaron encantados con mi propuesta gastronómica", relata.
En un primer momento, junto a Pablo, su marido y economista, iban y venían de Buenos Aires al Chaco y, de manera remota, organizaba las comidas. Cuando llegaba a un cupo de comensales que le cerrara, volvía al campo para realizar el evento.
Pero un buen día entendió lo inviable de esa vida nómade y decidió dejar esa alocada hoja de ruta. En 2016 se radicó definitivamente en el campo para trabajar en la finca y abrir las puertas del restaurante de una manera formal, de jueves a sábado por la noche. Luego de unos meses cerrado por la pandemia, volvió a reabrirlo.
"Por las actividades diarias en el campo y por la feria a la que vamos todas las mañanas de martes a sábado, no podemos abrir al mediodía. Las ferias son importantes para la economía familiar y hoy no se puede vivir 100% de Anna porque la mayor parte es público local, sumado a la pandemia. Es un proyecto que lo puedo sostener porque vivo en el campo, los productos son de acá y cuento el apoyo de mis padres", dice.
En la finca convive junto a ellos, con quienes comparte las labores de la huerta y el cuidado de los animales. En el predio de 50 hectáreas se pueden encontrar verduras de hoja, zapallos, tomates, flores de zucchini, mandioca, cebolletas, zanahorias, sandías, melones y caña de azúcar.
Además, crían a campo patos, pollos, corderos, chivitos, cerdos y vacunos. Elaboran su propia miel y recolectan chauchas de algarroba, siempre que las lluvias acompañen entre los meses de noviembre a febrero y así hacen su propia molienda de harina.
Para Alina trabajar la tierra, producir y cocinar con lo que genera la finca es un desafío diario y placentero, más allá de las dificultades, como la gran sequía y la pandemia que hoy les toca atravesar. "Aquí donde la naturaleza manda, los días no siempre tienen un final feliz", se lamenta.
Alina solidaria
A unos kilómetros de su finca se encuentra el Parque Nacional El Impenetrable, con sus 128.000 hectáreas. Desde que era adolescente asumió un compromiso solidario que lo mantiene hasta hoy en día. Allí, en el Impenetrable profundo, a la vera del parque está el paraje La Armonía, donde por el año 1995 conoció a Zulma, Estela y Nancy, cada una con su historia de vida.
Fueron pasando los años y Alina ayudó desde el lugar que podía hacerlo. En un principio solo llevaba ropa y comida. Hoy brinda la información necesaria para que las familias del lugar tengan una buena alimentación. Entre ollas, mates, abrazos, risas y largas charlas, comenzaron un vínculo muy lindo donde las recetas con materia prima autóctona siempre fueron el eje de los encuentros.
Había veces que sus ánimos decaían y pensaba para sus adentros "para qué estoy acá"; pero al ver que después de tanto tiempo esas mujeres con cientos de necesidades estaban arraigadas a esa tierra, la motivaba a seguir. "Me están esperando con los brazos abiertos. Hoy es imposible, los retenes en el lugar impiden mi ingreso. La confianza es mutua y para mi eso es reconfortante", concluye.
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