En diciembre de 2021, la Fundación Agropecuaria para el Desarrollo de Argentina (FADA) dio a conocer su medición trimestral sobre cuánto de la renta agrícola queda en manos del Estado. Pasó un poco desapercibido por dos razones: primero, porque fue a fin de año y estábamos todos pensando otros temas, y segundo, porque a esta altura ya no sorprende escuchar la presión extraordinaria que el Estado carga sobre nuestro sector.
El informe marca que, de cada $100 de renta del productor (ingresos menos costos), en promedio hay $63,20 que quedan en manos de distintos niveles de gobierno. La presión impositiva es del 67,9% para la soja, 53,4% para el maíz, 62% para el trigo y 49,3% para el girasol.
Si bien estas cifras resultan harto familiares, en esta columna vamos a agregar un dato, que tampoco es novedad para quienes conocen bien el sector, que nos ubica en el contexto global: el informe Seguimiento y Evaluación de la Política Agraria 2021 de la OCDE, donde compara la presión impositiva de productores agrícolas de 54 países, incluidos los 38 países miembros, los cinco Estados miembros de la UE no pertenecientes a la OCDE y 11 economías emergentes, incluyendo a la Argentina. En el mismo se concluye que la intervención excesiva del Estado sobre las ganancias del productor distorsiona el sistema alimentario global.
El informe incluye un cuadro donde compara la distorsión generada por la intervención estatal en todos los países analizados, en el que la Argentina figura como el país con mayor nivel de presión sobre la renta agroindustrial. Al respecto, el organismo señala que “los impuestos a la exportación argentinos deprimen los precios internos recibidos”.
Este singular reconocimiento (ser los “número 1″) contrasta con la realidad de otros productores del hemisferio sur, que compiten con nosotros por ocupar las góndolas del mundo con sus productos, como los de Nueva Zelanda, Australia, Chile o Brasil, donde la distorsión de precios es prácticamente nula como puede verse en el cuadro.
En su informe, la OCDE sugiere “eliminar gradualmente las intervenciones de precios y el apoyo al productor que distorsiona el mercado” pero, además, solicita mejorar el desempeño ambiental. Estos objetivos son altamente compatibles: el deseo de cualquier productor es sumar a su negocio innovaciones que les permitan ser más sostenibles.
Si la presión impositiva fuera menor, pudieran mejorar un poco sus márgenes de ganancias y la infraestructura los ayudará a mitigar los riesgos climáticos, estoy seguro de que las innovaciones en sostenibilidad y cuidado del medio ambiente, que ya vemos ocurrir y ser adoptadas todos los días, se darían a velocidades sorprendentes.
Ojalá contrastar estos dos informes sirva como un diagnóstico y una brújula. Deseo que, sabiendo de dónde partimos y cuál es nuestra situación actual, podamos entender con claridad el camino que debemos tomar para lograr un sistema alimentario global cada vez más sostenible y un aumento en la calidad de vida para todos: los que producen alimentos y también para quienes los consumimos.
El autor es socio de Barrero & Asociados
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