La soja es la estrella del momento. Con los más de 600 dólares que alcanzó el precio en el mercado de Chicago en los últimos días llegó a la primera plana de los diarios y a los portales de internet. Se metió en las columnas de los analistas políticos y en las pantallas de TV. Pero hay un aspecto estructural que merece menos atención. En la Argentina, la soja está cumpliendo las leyes de la astrofísica: aunque todavía brilla, es una estrella que se está apagando.
Y la razón es que no hay una política de mediano y largo plazo que la potencie, como sucede en toda la agroindustria, Solo cuando el clima acompaña hay aumentos significativos de la producción.
En los últimos diez años, el máximo de área sembrada se alcanzó en la campaña 2015/16, con 20,5 millones de hectáreas; en producción, el pico estuvo en el ciclo 2014/15 con 61,3 millones de toneladas, y en rinde, en la 2018/19, con 3300 kilogramos por hectárea. En los últimos cinco años apenas se han traspasado los 55 millones de toneladas.
Hay varias explicaciones para entender el estancamiento de la soja. La primera es por los derechos de exportación, mal llamados retenciones. En rigor, son un impuesto a la exportación. El kirchnerismo, en sus primeros dos gobiernos, los llevó progresivamente del 20% al 35% y por querer aumentar la apropiación de los recursos que le pertenecen al sector privado estuvo a punto de dejar el Gobierno, como en la crisis de la 125 en 2008. El gobierno de Macri los bajó 5% en su primer año de gestión, pero al segundo año no cumplió con la promesa de su plataforma electoral de reducir cinco puntos porcentuales por campaña hasta 2019. En cambio, sí sostuvo hasta mediados de ese año la baja a cero de los derechos de exportación del trigo y del maíz. En diciembre de 2019 los derechos de exportación, llegaban a casi 25%, pero Alberto Fernández los volvió a subir en forma progresiva hasta alcanzar el 33% para el poroto de soja y dos puntos menos para la harina y el aceite.
En otras palabras, el Estado ve a la oleaginosa como herramienta esencial para corregir los desequilibrios macroeconómicos, algo que no sucede en los países con los que compite la producción argentina. Un productor brasileño o norteamericano no planifica la venta de su cosecha con una moneda que se cotiza a valores diferentes según tenga que comprar los insumos o vender los granos. No enfrenta el deterioro de la relación insumo-producto. El valor de los herbicidas, fertilizantes, semillas y maquinaria agrícola, entre otros insumos, replica los vaivenes de la oferta y demanda global. Esta alteración de la economía afecta a la tecnología utilizada.
Otro frente que oscurece el brillo de la soja es el marco legal. Esto se advierte, por ejemplo, con el reconocimiento a la propiedad intelectual en semillas. Pese a los innumerables intentos de los últimos años, no hay avances en una ley que reemplace a la vigente de 1973 cuando la biotecnología no había alcanzado el desarrollo que tuvo a partir de la década de los años noventa. La expansión de las malezas resistentes, tras el reinado del glifosato como principio activo casi único, requiere de nuevos desarrollos y quienes los llevan adelante pretenden el reconocimiento a la investigación realizada. El país llegó a estar en la vanguardia de la tecnología con la soja RR. Hoy está un paso atrás.
Hay otros factores estructurales que oscurecen a la soja. Dos de ellos son recientes, como la hidrovía y los biocombustibles. La presión para estatizar el dragado y balizamiento del canal que va desde Santa Fe hasta el Río de la Plata amenaza con podar la competitividad del complejo oleaginoso. Y el proyecto de los legisladores oficialistas que reduce el corte con biodiésel del 10% al 5% para el gasoil es otra señal clara de que a la Argentina no le interesa ser un jugador de peso en una energía renovable. Hay más flancos débiles en el principal producto de exportación del país como las dificultades para el financiamiento o un sistema de seguros para la cosecha.
Los observadores políticos y económicos pueden jugar con la idea de que la soja es “peronista” porque en los distintos momentos en los que el mercado estuvo en alza (2008, 2012 y ahora) coincidieron con ese signo político en la conducción de la Casa Rosada, pero si se pone el foco en la tendencia de fondo la realidad es menos colorida. La cadena de la soja, como la del resto de los cultivos, no tiene un marco de mediano y largo plazo para que pueda desarrollar todo su potencial. Los países competidores, como Brasil, Estados Unidos y Paraguay, con matices, sí lo tienen y generan oportunidades de desarrollo.
Aun así, en medio de esas dificultades, la producción argentina se esfuerza y busca mantenerse en la vanguardia del conocimiento y de la incorporación de tecnología. Algo que debiera apreciarse y no creer que se trata de un boom pasajero.
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