Las carreras eran furor en los pueblos rurales y los corredores, verdaderos ídolos que eran auxiliados si sus máquinas padecían un desperfecto
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¡Qué importantes fueron las carreras de autos que se fueron extendiendo por todo el país y tuvieron como escenario los caminos de tierra y el campo! Un espectáculo gratuito que fue entusiasmando día a día, con su paso por las puertas de las tranqueras, en los innumerables leguas de alambrados, ocasionales gradas al aire libre para peones, gauchos, patrones de estancias, todos juntos disfrutando cada vuelta de la carrera.
Algo novedoso, atrapante para una vida más completa en la monotonía en las tareas rurales. Despertaban el comentario y la admiración. Algunos dejaron de ser espectadores y se animaron a competir con las gloriosas cupecitas. Y así se puede registrar a Gastón Perkins, el gaucho de Alberdi, nombre surgido de su amado campo, en la localidad homónima cuando se subía a su Liebre III con un sombrero gauchesco y su chaleco de carpincho. Un personaje en el mundillo tuerca y arquetipo de la era dorada del automovilismo. Otro fue el gaucho de Bolívar, como así se lo conocía a Jorge Martínez Boero. Logró varias victorias y las réplicas de sus máquinas, mantienen viva la historia. Ricardo Pedro Luis Sauze, cuñado de Rolo Álzaga, corría siempre con alpargatas y bombachas de campo. Y hubo muchos más.
La gente de campo fue solidaria con los corredores, acompañantes, solucionando los problemas, con gran altruismo a cambio de nada. Contaba Alfredo Gálvez que una vez se quedó su coche varado en medio de esos caminos de tierra, lo hicieron almorzar y el hijo de la casa se fue con su gastada bicicleta al pueblo buscando auxilio.
Los caminos eran de tierra y los obligaba a usar gruesos sistemas de suspensión, caminos por donde nunca había pasado un motor refulgente, que carecían de señalización y los corredores sirvieron para visualizarlos por primera vez. Se anticiparon a la macadanización y al trabajo de Vialidad. Cruzaron pueblos que nunca se habían nombrado. Los pilotos decían: “fuimos conociendo puntos de nuestra geografía que no se conocían su existencia, el Turismo Carretera tuvo el privilegio de pasar antes del progreso”.
Y pasaban cosas. Un corredor quedó atrapado en una tropilla de animales y provocó mucha chapa abollada, que solo el trabajo de orfebre de los talleres los podía reparar, Juan Gálvez se llevó por delante un carnero y tuvo ruptura del radiador. Oscar Gálvez llegó a naufragar en esas lagunitas donde el coche se hundía en un fango imposible. Entonces, aparecía un tractor vecino o un paisano a caballo para sacarlo.
Las mangas de las langostas perjudicaban, una leve llovizna dejaba el piso resbaladizo y podía impedir la competencia. Decían los hermanos Emiliozzi que en los pueblos chicos, el día de la carrera quedaba vacío y como había pocos hoteles, la gente ofrecía sus casas. Contaban que tuvieron un accidente, un pequeño rasguño y el director del hospital les quiso dar la antitetánica, había mucho tétano por los tantos criaderos de cerdos en Suipacha. Un corredor se animó con su mameluco de corredor y fuera de programa, terminó domando un matungo de cuatro patas. Una buena conjugación eran las radios y los aviones, que enviaban información a los vecinos y así seguir la carrera.
El mate circulaba entre los aficionados que estaban a los costados del camino, audaces y fanáticos, dándole fuerza y estímulos a los pilotos, corriendo riesgo de vida, aunque sea solo verlos pasar un instante. Carteles, manos, pañuelos, saludaban enfervorizados aguantando la polvareda. También era el tiempo de prender el carbón para el asado, aunque amenazara un aguacero.
Los corredores estaban llenos de valor y temeridad cruzando la línea de largada, un peligro que debían soportar con gran pericia, dando todo de sí hasta llegar triunfante a la bajada de bandera. Las máquinas brincaban por esos caminos de tierra, con veloces virajes en las curvas, derrapes, evitando vuelcos y despistes, con las gomas friccionando el piso de tierra o en algunos mejorados.
Había desbordes de ríos arroyos y hubo veces que debían voltear alambrados para encontrar un camino más firme y evitar accidentes y hasta la muerte. Podían romper la punta de eje, la varilla de dirección, fundir biela, estrellarse contra un árbol, romper alambrados. Las ruedas pantaneras eran en situaciones, irremplazables. En este heroísmo deportivo, un tema recurrente fueron las lluvias, era necesario mirar al cielo encapotado, si soplaba viento se especulaba que orearía los caminos, que iban a estar secos para el momento de la largada. La lluvia volvía hacerse sentir, tormenta feroz y sin esperanza de mejora, se volvían a cargar los autos en los trailers hasta la próxima semana.
Las carreras tuvieron sus años de gloria, como lo cuentas las crónicas periodísticas que llenaron páginas enteras en los anales deportivos. Tenían un atractivo que dejaban sin sueño a corredores, mecánicos, antes y después de las carreras. Mucha emoción que no se ha perdido en el tiempo y una pasión que ha pasado de padres a hijos y a nietos.
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