La ley sobre aplicaciones de fitosanitarios de La Pampa carga todos los riesgos sobre el sector privado y carece de sentido común
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La historia no es nueva. Los intentos de complicar y regular la vida del campo se repiten en provincias y municipios agrícolas del país. Casi siempre ocurre bajo el mismo patrón ideológico que moviliza al mal llamado progresismo nacional. Poco importa si el campo es el sector más dinámico y eficiente de la economía, y el que más divisas provee al país. Es necesario que el estado lo “supervise” para evitar fraudes y delitos. Es llamativo que esto ocurra cuando Argentina votó por un cambio de época que incluye una desregulación profunda de la economía y del estado. Poco importa. La compulsión regulatoria sobrevive y hoy La Pampa nos muestra otra variante de la misma historia. No soy experto en fitosanitarios, pero los años de profesión desafían mi sentido común a la hora de reflexionar este tema.
Los legisladores pampeanos aprobaron en 2020 la ley 3288. Son 68 artículos más una densa colección de disposiciones indigeribles. Más que ordenar, intentan disciplinar a un sector productivo con regulaciones, prohibiciones, acciones punitivas, amenazas, inhabilitaciones y sanciones económicas ¿Cuál es el pecado? Arriesgarse a invertir y producir. La ley carga todos los riesgos sobre el sector privado; nunca sobre el Estado. Mientras las entidades rurales rechazan enfáticamente esta ley y piden su revisión, el activismo improductivo de los ambientalistas clama su inmediata reglamentación en “defensa de la salud del pueblo”.
La ley establece que todos los actores involucrados (“fabricantes, expendedores, distribuidores, almacenadores, transportistas, asesores técnicos, aplicadores, y usuarios responsables”) deberán inscribirse en otros tantos registros públicos que, como corresponde, aplicarán una tasa recaudatoria. Cada operación de campo requerirá una receta expedida por un asesor técnico, una factura y un remito por la compra del plaguicida según las exigencias de una omnipotente autoridad de aplicación estatal. Se exigirá un diagnóstico previo y se otorgará al estado la facultad de irrumpir en los campos sin aviso previo en busca de infracciones. Si el productor les niega el acceso, recurrirán a la justicia para entrar de todas maneras. Por si acaso, delega a los municipios la libertad de generar su propia reglamentación extra y ejercer su poder de policía. Más “estado presente” que nunca.
Sin duda, los redactores de esta ley poco conocen del campo y su producción, y por eso transitan de la insensatez a la ridiculez con encomiable entusiasmo. La ley establece que la autoridad de aplicación “…controlará la elaboración, fabricación, distribución, comercialización, almacenamiento, traslado, transporte, expendio, aplicación, utilización y toda otra operación que implique el manejo de plaguicidas” ¿Cómo implementarán todo esto? ¿Reclutando más agentes públicos? Y si lo hacen ¿tendrán la capacitación necesaria para supervisar un proceso tan complejo? Por ejemplo, dado que más del 90 % del glifosato que importamos proviene de China, ¿viajarán nuestros sabuesos a ese país para supervisar su elaboración? ¿Controlarán los barcos o aviones que lo transporten? Bajando a la realidad de la provincia ¿Se presentarán en cada campo a la hora de aplicar un plaguicida aunque les toque un fin de semana? Pero hay más; ¿son los tiempos del productor asediado por una plaga los tiempos del burócrata que debe controlar la operación? Estas preguntas no son una chicana; son de simple sentido común …
Arbitrariedad
La ley fija arbitrariamente en 500 y 3000 metros de exclusión para aplicaciones terrestres y aéreas respectivamente con el fin de evitar deriva al ejido urbano ¿En qué basaron ese criterio? Los estudios demuestran que son la velocidad del viento y el tamaño de la gota, regulada por un aplicador, los que determinan la deriva del plaguicida. Las gotas más pequeñas (de unos 20 micrones) derivan a mayor distancia (unos 120-130 metros) con una brisa de unos 10 km/hora. Las gotas más grandes (de 50 o más micrones) no derivan más allá de los 20 metros. Cualquier productor sensato o profesional capacitado sabe que aplicar un fitosanitario en un día ventoso representa pérdida de producto, de dinero y de tiempo. En un tiempo de alta evolución tecnológica ¿qué sentido tiene imponer un metraje fijo y arbitrario sin un fundamento técnico que lo corrobore? Simple sentido común …
La ley declama con insistencia la necesidad de proteger la salud del habitante urbano. Sin duda es una aspiración legítima, pero ¿cómo podrá el estado discriminar entre la contaminación rural y la urbana? Ciudades y pueblos utilizan en primavera y verano cantidades masivas de plaguicidas domésticos de “venta libre”. Pero también generan contaminantes primarios que afectan la salud como las partículas finas, el monóxido de carbono, los óxidos de azufre y de nitrógeno, o los compuestos orgánicos volátiles entre otros. Si las contaminaciones enferman, ¿cómo aseverar que su origen es rural y no urbano? Simple sentido común…
Los ambientalistas denuncian, de manera recurrente, una supuesta (y nunca demostrada) relación directa entre los plaguicidas agrícolas y algunas enfermedades graves como el cáncer. Las estadísticas oficiales del Instituto Nacional del Cáncer muestran que las provincias con extensas áreas desérticas, sin presencia de fitosanitarios -como Santa Cruz, Chubut, Neuquén y Río Negro- registran índices de mortalidad por cáncer mayores que otras provincias –como Buenos Aires, Córdoba o Santa Fe- que aplican regularmente fitosanitarios sobre sus cultivos de soja, maíz, trigo, etc. Si la medicina seria enseña que la mayoría de las enfermedades graves responden a causas multifactoriales ¿Cómo probar la responsabilidad de los plaguicidas rurales e ignorar al resto? Simple sentido común….
Muchas más preguntas quedarían sin respuesta lógica. En tanto, la compulsión regulatoria tienta a provincias y municipios agrícolas y atormenta a los productores. Es imprescindible eliminar tanta hojarasca improductiva. En tiempos de desregulación, hay una solución simple y expeditiva para liberar al campo de estas penurias. Un médico de cabecera o un veterinario de campo ofrecen ejemplos válidos. Cuando se los requiere, simplemente diagnostican y prescriben un tratamiento sin que el estado se inmiscuya en su trabajo ¿por qué no aplicar el mismo criterio a los profesionales capacitados de la agronomía? Fueron formados para diagnosticar, prescribir, controlar un producto y supervisar su aplicación. No necesitan que el estado se inmiscuya en su profesión ¿Cuánto tiempo y dinero se ahorraría el campo y la propia sociedad con soluciones simples y directas? Digámoslo de una vez y sin eufemismos: terminemos con las ideologías paralizantes y los palos en la rueda. Permitamos que la rueda de la producción gire libremente.
El autor es miembro correspondiente de la Academia Nacional de Agronomía y Veterinaria