Aunque finalmente no se incluyó la medida en la ley ómnibus, las excepciones que se habían dispuesto abren un debate sobre cómo se toman las decisiones y el gasto en lobby
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A poco más de un mes de la asunción del nuevo gobierno, cabe un análisis de su política agropecuaria. Hasta ahora, la única estrategia había sido el aumento de los derechos de exportación hasta un 15% para la mayoría de los productos, que finalmente fue retrotraída luego de que el Gobierno diera marcha atrás con el capítulo fiscal de la ley ómnibus. Aunque esta modificación arancelaria no llegó a concretarse, su anuncio desencadenó una respuesta predecible: numerosos dirigentes de diferentes sectores productivos se reunieron con funcionarios para solicitar exenciones o reducciones de estos derechos de exportación.
Considerando la diversidad de sectores en el agro argentino, no era descabellado pensar en establecer distintas tasas impositivas para atender la realidad de cada uno. No obstante, el problema está en que estas decisiones arancelarias normalmente se toman de manera discrecional por parte del gobierno de turno. Al tener los funcionarios la capacidad de conceder privilegios sobre exenciones o reducciones en los derechos de exportación, se crea un sistema que incentiva a los empresarios a invertir recursos y tiempo en lobbying, desviando esfuerzos que podrían haber sido empleados en la mejora de la producción o la innovación.
La “Public Choice Theory”, escuela de economía que estudia el entrecruzamiento entre la política y la economía, distingue dos tipos de actividades empresariales: la búsqueda de ganancias y la búsqueda de rentas. En el primer caso, los empresarios invierten sus recursos y tiempo en producir, desarrollar o mejorar sus productos, lo que resulta en la generación de riqueza para la sociedad a través de la disponibilidad de más y mejores bienes y servicios.
Por otro lado, la búsqueda de rentas implica que los empresarios dediquen sus recursos y tiempo a influir en los gobernantes para modificar regulaciones estatales en su favor. Este tipo de actividades resulta en una pérdida de riqueza para la sociedad, ya que los recursos y tiempo dedicados al lobby político benefician únicamente a sectores específicos, sin generar bienes o servicios adicionales.
Desde el anuncio de la suba de derechos de exportación en diciembre y el retiro del paquete fiscal de la ley ómnibus, más de 35 cadenas agrícolas habían logrado su objetivo. Sectores como el vitivinícola, olivícola, lácteo, arrocero, azucarero, yerbatero, algodonero, frutícola y hortícola, entre otros, habían sido eximidos del arancel.
Lo curioso es que, inicialmente, la lista de cadenas agrícolas que no pagarían derechos de exportación era más pequeña. Esto incentivó a varios sectores a acudir a la nueva Secretaría de Agricultura en busca de concesiones. Algunos de ellos presentaron estudios de diversas organizaciones que cuantificaban el impacto económico del aumento de los derechos de exportación tanto para su sector como para el gobierno.
Por ejemplo, la cadena del maní estimaba que el aumento del gravamen implicaría 150 millones de dólares en derechos de exportación. Por su parte, los productores de maíz pisingallo estipulaban que el aumento les representaría 110 millones de dólares en aranceles. En el caso del cártamo, se preveía que el incremento en los derechos representaría una pérdida (y una ganancia para el Estado) de 450.000 dólares.
Gasto potencial
Estos números son interesantes ya que sirven como referencia para estimar cuánto dinero podrían haber estado dispuestos a invertir estos sectores en “trabajos de lobby” para evitar el aumento de los derechos de exportación. Si los productores de cártamo enfrentaban un impuesto que les sustraería 450.000 dólares el próximo año, entonces el sector podría llegar a desembolsar al menos esa cantidad de dinero para evitar el gravamen, o incluso más, si anticipaban que la exención se mantendría durante varios años. En el caso de las otras cadenas, este gasto potencial es aún mayor.
Es probable que ninguno de estos sectores haya llegado a “invertir” esas cifras. Sin embargo, lo importante es que lo que sea que se haya destinado para convencer a los funcionarios, se ha perdido para siempre, ya que ni siquiera se terminó concretando ningún cambio de derechos de exportación. Simplemente fue un malgasto de valiosos recursos y tiempo que no modificaron nada. Incluso peor, esos recursos y tiempo destinados a este lobby político podrían haber sido destinado a actividades más productivas, como aumentar la producción o mejorar la calidad de los productos. Por lo tanto, este proceso perjudicó gravemente a los consumidores.
Este escenario demuestra que el costo de un potencial aumento de los derechos de exportación excede el cálculo simple del precio del commodity menos el impuesto. Existe también un gasto significativo en recursos y tiempo por parte de los distintos sectores, que se pierde innecesariamente solo para persuadir a las autoridades. Claramente, ningún funcionario debería tener permitido otorgar estos privilegios a un sector determinado, independientemente del color político. Asimismo, el gobierno debería evitar desviar la atención de los empresarios agropecuarios hacia actividades improductivas para permitir que inviertan sus recursos y tiempo en lo que mejor saben hacer: producir bienes y servicios de mejor calidad y en mayor cantidad para el mundo.
El autor es economista