Es increíble la tozudez del Gobierno a la hora de encarar el principal problema socioeconómico del país. Los economistas racionales reconocen en Irving Fisher (1911) la importancia de la teoría cuantitativa del dinero. También lo hacen con Milton Friedman (1963) quien señala que la inflación tiene siempre causas monetarias, en especial cuando alcanza dos o más dígitos.
La idea, en rigor de verdad, viene desde el siglo XVI. En aquella época, Martín de Azpilcueta observó primariamente los efectos resultantes de la llegada masiva de metales preciosos de América sobre los precios.
La inflación de doble dígito es un problema más que arraigado. Así, nuestro país es parte del pequeño conjunto de naciones con inflación anual superior al 10%.
Pese a la validez de la teoría cuantitativa del dinero a lo largo de la historia económica mundial, se insiste, por determinadas limitaciones, en descartarla de plano y, así, se habla de la “multicausalidad” de la inflación que, a la postre, es un disfraz para no encarar debidamente el problema.
Los gobiernos argentinos han sido, en general, enemigos de las restricciones presupuestarias y amigos de la manipulación del valor de la moneda para liberarse de sus deudas y cubrir desmedidos gastos, cautivantes para el electorado. Con el agravante de ser uno de los más débiles de la historia, el actual no es una excepción. El “plan platita” es un excelente ejemplo.
Pero, cuando las cosas se complican, alguien debe ser culpado. Por su relación con los alimentos, la producción agrícola y ganadera suele ser el chivo expiatorio. El preferido por el populismo.
En la teoría de la “multicausalidad” están los precios de los commodities agrícolas que, paradójicamente, resultan ser el motor central de la economía, a través de sus exitosas cadenas de valor. Así el cuadro, la guerra entre Ucrania y Rusia brinda un fenomenal argumento para recurrir al famoso “desacople de los precios internacionales” que es lo mismo que comerse la gallina que periódicamente nos da los huevos.
La guerra ha generado un cambio de precios relativos a favor de productos agrícolas que exportamos, aunque ha habido, también, otras causas como las derivadas del clima en el hemisferio sur. No han quedado afuera de la suba de combustibles y derivados que la agricultura necesita imperiosamente. Es el caso del gasoil y los fertilizantes.
Lo regular es que la demanda de pesos se eleve en diciembre, cuando están en el candelero el aguinaldo, las fiestas de fin de año y las vacaciones; y se reduce en los meses de febrero y marzo, cuando se retorna a la cotidianeidad.
La realidad es que la gravísima tasa de inflación actual no tiene demasiado que ver con el problema internacional. Porque es un flagelo inherente a nuestra economía. Además de ello, tiene componentes coyunturales, hoy especialmente crudos. La inflación se estaba acentuando antes de la guerra y lo estaba haciendo por la baja en la demanda de dinero; la gente quería menos pesos pues las vacaciones se habían terminado y por la expectativas negativas frente a los anuncios de mayores controles de precios. La irresponsable emisión de los últimos meses del año pasado, la caída de la demanda de los pesos y las reiteradas amenazas de controles y aumentos de retenciones al agro han construido el trampolín para el salto en la tasa de inflación que hoy sufrimos.
Cualquier otra medida para desacoplar aun más los precios locales de los internacionales logrará que baje la inversión, la producción y a la larga se eleven los precios domésticos.
Si soltamos el acoplado para avanzar mejor, reduciremos el volumen de lo transportado. ¿Es ello lo que se quiere? ¿No sería mejor afinar el motor del camión?
El autor es consejero académico de Libertad y Progreso
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