El amplio territorio de la Nación, caracterizado por la existencia de largas distancias entre las poblaciones más importantes ubicadas fuera del Área Múltiple Buenos Aires, y una economía que tiene en la actividad agropecuaria y agroindustrial, su motor más importante, requiere contar con un ferrocarril eficiente, tanto en extensión como en calidad de los servicios prestados. Ello fue advertido por los primeros gobiernos del país, a sabiendas que el ferrocarril sustituiría a las carretas.
La Constitución Nacional de 1853 estableció que la construcción de ferrocarriles y de canales navegables, representa una obligación del Estado Federal y de las provincias, asociadas al progreso del país. En la versión actual de esa Constitución que rige en nuestro país -1994-, dicha disposición está prevista en los artículos 75 inciso 18 y 125.
Desde la puesta en marcha del primer ferrocarril ocurrida en 1857, las inversiones fueron realizadas por privados y también por el Estado. El crecimiento de la red ferroviaria nacional fue muy importante en el último tramo del siglo XIX y resultó explosivo, en los primeros años siguientes.
Las concesiones ferroviarias se fueron otorgando con fuertes incentivos fiscales y otros beneficios de los más variados, incluso en algunos casos, se otorgó la cesión de la propiedad de importantes extensiones de tierras adyacentes a los ramales respectivos.
Coexistieron concesiones nacionales y provinciales, generando un desorden regulatorio manifiesto que se buscó ordenar a través de Ley 5315 de 1907 –iniciativa legislativa del entonces diputado nacional Emilio Mitre, la que buscó también facilitar al Estado Nacional, la potestad de fijar tarifas en caso que se registraren excesos, y que creó por primera vez un tributo federal que gravaba con un 3% a los ingresos líquidos de los concesionarios, para financiar la construcción de carreteras. La norma establecía incentivos fiscales que tenían vigencia hasta 1947.
Los concesionarios ferroviarios no presentaron una fuerte resistencia a esa imposición, ya que sostenían que la citada construcción de carreteras favorecería el acceso de las cargas a las estaciones del ferrocarril. O sea, inicialmente veían al transporte automotor como un buen complemento.
En 1910 –en plena época de oro para el ferrocarril local- la red alcanzó cerca de 28.000 kms, o sea, alrededor del 64% de los casi 44.000 kilómetros que, como máximo, llegó a tener la misma durante el primer tramo de la década del cincuenta. El advenimiento de la Primera Guerra Mundial, detuvo ese proceso de inversiones.
La máxima carga ferroviaria histórica se obtuvo en 1927 con 44 millones de toneladas. Luego comenzó a declinar significativamente el tráfico, aunque la elección del ferrocarril para las distancias más largas, permitió suavizar la caída mencionada en términos de toneladas – kilómetros registradas.
El crack financiero de 1929 deterioró el necesario proceso de inversiones en ferrocarriles, dando comienzo a un paulatino proceso de deterioro de la infraestructura y material rodante.
La competencia del ferrocarril con el transporte automotor de cargas se fue intensificando mientras se iban reduciendo las tarifas ferroviarias, que en el caso de las aplicadas por las empresas privadas eran muy alta, propias de un modo de transporte casi monopólico hasta ese momento, por su alta participación relativa.
Hacia 1932, época en que se sanciona la Ley 11.658 -la que crea la Dirección Nacional de Vialidad-, existían 8000 kilómetros de carreteras, de las cuales, 1000 kilómetros eran de pavimento permanente. El crecimiento de esta última red, fue muy importante con el paso de los años, mientras la participación de los ferrocarriles en el transporte no paraba de caer.
En 1938, el Estado Nacional adquirió el Ferrocarril Central Córdoba, con lo cual logró la conexión de trocha angosta entre Rosario y Retiro. Pero el trasfondo estuvo dado por la pérdida de interés de los privados en continuar con las operaciones, situación que venía incluso de varios años antes, con ventas de ferrocarriles de menor importancia.
El inicio de la Segunda Guerra Mundial en 1939 representó un nuevo problema para el sostenimiento de las inversiones británicas y francesas en ferrocarriles dentro del país. En 1940 los ferrocarriles privados no eran sostenibles, más aún, considerando que la ley 5315 antes citada tenía vigencia hasta 1947.
Para esta época, los concesionarios privados promovían la creación de una empresa mixta, mientras que los sindicatos, buscaban la nacionalización de los ferrocarriles, insistiendo con un objetivo que perseguían desde 1917.
Situación
Finalmente, la expropiación de los ferrocarriles privados en el país durante la primera presidencia de Juan D. Peron fue la solución, siendo aceptada mansamente por los privados.
La nacionalización de los ferrocarriles incluyó una gran cantidad de inmuebles y activos adicionales a la infraestructura básica y material rodante, como puertos, empresas eléctricas, de tranvías, automotores, hoteles, y otros varios, como el caso de tres estaciones de experimentación agrícola, a saber: Bordenave –Buenos Aires-, Rama Caída –Mendoza- y Cinco Saltos –Río Negro-.
Pero el nuevo proceso iniciado no pudo revertir la decadencia ferroviaria en el país, y las tensiones fueron en aumento –incluso se registraron importantes huelgas promovidas por las bases de personal ferroviario, sin apoyo sindical, entre 1950 y 1951, que llevaron al Gobierno de Juan D. Perón a una intervención militar, registrándose importante cantidad de detenidos y despedidos, entre otras medidas tomadas para recuperar el orden perdido-.
Desde 1948 a la fecha, existieron varias restructuraciones en la actividad ferroviaria, entre ellas, las que ocurrieron con la creación de la Empresa de Ferrocarriles del Estado Argentino en 1956, la registrada durante 1961 –en el que se llevó a cabo la consultoría internacional conocida como Plan Larkin-, la relacionada con la reorganización de la citada empresa que pasó a denominarse Ferrocarriles Argentinos desde 1968/69, la vinculada con el Plan de Mediano Plazo de F.A. de principios de los setenta, la correspondiente al Segundo Plan de Mediano Plazo de fines de los setenta, la producida con los intentos privatizadores del Gobierno de Raúl Alfonsín, la registrada con los cambios de tipo disruptivo acaecidos durante el Gobierno de Carlos Menem, la establecida por la gran cantidad de reformas de los dos mil, para llegar a estos días. Lamentablemente, los tiempos de esplendor de este modo de transporte, quedaron en el recuerdo.
El denominado “Plan Larkin” de 1960/62
La época en que se llevó a cabo este estudio, coincidió con la de consolidación de EE.UU. como principal potencia mundial, en desmedro del Reino Unido. Mientras las economías de este Imperio y la de Argentina eran complementarias, eso no ocurría entre EE.UU. y Argentina, dado que los principales bienes de exportación de nuestro país –derivados del agro- competían con los de aquel país en los mercados mundiales, al tiempo que el mismo buscaba expandir su industria automotriz –que había tenido un fuerte crecimiento en nuestra república, con la instalación de diez terminales de distintos orígenes- y sus intereses petroleros en el mundo.
La Argentina ocupaba entonces un lugar destacado dentro del concierto mundial de naciones, a pesar del deterioro que venía presentando en las últimas décadas. El mercado interno argentino, representaba un objetivo importante para EE.UU.
En esa época se sostenía en la opinión pública mundial y también en la nacional, la idea acerca que el ferrocarril era un transporte del pasado.
En ese momento, la cuestión del cambio climático global no estaba instalada como un problema importante para la humanidad, por ende, la misma no era abordada por estudios del tipo que nos trata. Daba lo mismo sustituir un transporte amigable con el medio ambiente –ferrocarril- por otro mucho menos limpio –como el transporte automotor-.
En tal caso, este estudio solo planteó dicho problema de manera muy marginal, al abordar la problemática del transporte en las grandes ciudades. Además de la cuestión ambiental, no se dio la importancia que merecen a otras cuestiones sensibles sobre las que el ferrocarril tiene enormes ventajas relativas frente al transporte automotor, como la contaminación acústica y la siniestralidad en el tránsito, problemas que se concentran cuando este se congestiona.
La nacionalización de los ferrocarriles argentinos había generado bastante desorden, propio de la incorporación de una gran cantidad de empresas privadas a la esfera pública, las que traían consigo cada una, reglamentos de operación particulares, como así también, características distintivas en su gente y en el material rodante. Ello contribuyó a generar fuertes imperfecciones en la gestión estatal de esta actividad.
El proceso inflacionario había afectado significativamente el poder adquisitivo de las tarifas como se citó antes, a la vez que desde la nacionalización se habían reducido aún más para hacerlas más competitivas, en un contexto de alta inflación y frente al inexorable avance del transporte automotor.
La actividad se había politizado muchísimo y los sindicatos habían ocupado crecientes posiciones en los lugares más importantes de la conducción ferroviaria, confundiéndose las actividades de contralor del Estado, con la gestión de las empresas ferroviarias que debían ser controladas.
Y como si esto fuera poco, se estaba produciendo una transición tecnológica, donde resultaba indiscutible que la motorización a vapor cediera definitivamente su lugar a las motorizaciones diésel eléctrica y eléctrica propiamente dicha. Como efecto colateral negativo de este proceso, se reducía la demanda de puestos de trabajos en el ferrocarril de manera significativa.
La infraestructura ferroviaria estaba muy deteriorada. Gran parte de la red, tenía vías de bajo peso por eje, asentadas sobre balastos de tierra, además de ser muy viejas. Había problemas crecientes con cruces ferroviarios, talleres –que entre otras cuestiones, además de ser mano de obra intensiva, estaban preparados para atender la locomoción a vapor, produciendo repuestos y hasta locomotoras, vagones y coches de pasajeros, en atención a los problemas asociados con la Segunda Guerra Mundial, al tiempo que no contaba con maquinarias e instrumental moderno, funcional a los nuevos tiempos, tanto en cantidad como en calidad-, obsolescencia del material ferroviario, serios problemas logísticos para atender las cargas en tiempo y forma, etc.
El déficit que presentaba el transporte ferroviario en el país, sin medir sus externalidades positivas, entre ellas, la cuestión socio-territorial y la ambiental, era muy elevado y justificaba cerca de un 75 % del déficit fiscal nacional.
En 1959, el Gobierno de Arturo Frondizi recurre al Fondo Especial de las Naciones Unidas. Banco Mundial, para que financie una consultoría sobre la situación y perspectivas del transporte argentino, a corto, mediano y largo plazo, actuando el mismo, como agente ejecutivo. El Ministro de Economía Alvaro Alsogaray llevó las negociaciones en EE.UU., mientras que la primer misión extranjera llegó al país en 1960. Se contrataron consultoras de EE.UU., Italia y Holanda, tres en total, quedando el General –R- del Ejército de EE.UU., Thomas B. Larkin, especialista en transportes y con amplia experiencia internacional en el tema, a cargo de la Dirección Técnica, mientras se creaba un Grupo de Planificación de Transporte, a cargo del Ministro de Obras Públicas.
Esta designación causó mucho malestar en el sindicalismo ferroviario desde un primer momento. Luego de una primera entrega de la consultoría a fines de 1960, comenzaron a crecer las disputas entre el Gobierno Nacional y el sindicalismo. Paulatinamente se fue deteriorando la situación durante 1961, particularmente a partir del anuncio gubernamental del cierre de más de 4000 kilómetros de ramales, cerca de un 10 % de la red total, y del cierre de varios talleres ferroviarios.
Las recomendaciones que finalmente realizó el denominado Plan Larkin, nunca se aplicaron tal cual, ya que formalmente fue desactivado luego de concluir la mediación de la Iglesia Católica a través del Arzobispo de Buenos Aires, Monseñor Antonio Caggiano, el 10 de diciembre de 1961.
Dicha mediación había transcurrido en medio de la grave huelga registrada desde fines de octubre de 1961, la que paralizó el transporte ferroviario –que hasta ese momento tenía una importancia crucial, en atención al poco desarrollo del transporte automotor de pasajeros-, llevó a una militarización más intensa que la ocurrida entre 1950 y 1951, a siniestros reiterados y de importancia creciente, a detenciones y cesantías masivas, etc.. En las sombras, parte de las propuestas de este plan, fueron adoptadas años más tarde y trajeron consigo masivos cierres de ramales y talleres, principalmente en 1977 y 1993 –llamativamente, con un ínterin en cada caso de dieciséis años-.
Se desactivaron una importante cantidad de líneas ferroviarias sin construir rutas en su lugar (como sugería la referida consultoría internacional), o bien, las rutas construidas pasaban muy lejos de los poblados afectados, agravándose en ambos casos, el aislamiento de las mismas. Tampoco se restructuró correctamente la gestión de los ferrocarriles argentinos, y la modernización de la infraestructura y material rodante, fue mucho menor a la propuesta por el Plan Larkin.
De esta forma, el desguace de los ferrocarriles argentinos fue caótico, al tiempo que crecía la cantidad de pueblos fantasmas, luego de ser abandonados a su suerte por el ferrocarril.
Para Thomas B. Larkin, la red ferroviaria rehabilitada de acuerdo a su propuesta –que implicaba una significativa reducción de su tamaño-, aun así era parte fundamental del sistema de transporte argentino, pero no parece haberlo sido para varias de las gestiones públicas que se sucedieron después de 1961, claro está, con honrosas excepciones.
El autor es analista ferroviario
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