José Santamarina armó “La Carreta”, un emprendimiento que sirve de guía a firmas del agro con vínculos de parentescos para transitar distintos caminos, como sucesiones, divisiones, ventas e incluso reconducción
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A mediados del siglo XV, al noroeste de Hungría, a menos de 100 kilómetros de la capital Budapest, Kocs era un pequeño poblado reconocido porque allí se construían carretas y diligencias, provistas de una suspensión con resorte de acero que se destacaban por su comodidad, frente a los carruajes tradicionales de esa época.
Fue así que la palabra kosci, como se conocían a los nacidos en esa ciudad, pasó al idioma inglés como coach, llamándose coaches a los colectivos de larga distancia. Tiempo después, en 1850 se comenzó a denominar también a quienes ayudaban a deportistas de elite en su preparación. Ya en esta era, coaching tomó forma y relevancia como una nueva herramienta de entrenamiento en habilidades de comunicación, liderazgo y autoconocimiento.
Dos siglos atrás, en la década del 40, desde Galicia, España, llegó al país en barco un joven llamado Ramón Santamarina. Luego de pasar por algunos trabajos en Buenos Aires, consiguió conchabo en Tandil como peón de estancia. Allí aprendió las labores de campo, entre ellas manejar una carreta.
Tal era su habilidad que al tiempo con unos ahorros decidió comprarse él mismo su propia carreta para hacer fletes de Tandil a Buenos Aires y viceversa. Con lo producido, fue sumando más carros a su negocio. Con los años, fue progresando, comprando campos en la provincia y se convirtió en un gran productor agropecuario.
Las generaciones siguientes de los Santamarina fueron un emblema en la actividad. Uno de sus descendientes, José Ramón Santamarina, con su nombre, creó una administración de campos, donde su hijo José “Pepe”, luego de estudiar ingeniería en Producción Agropecuaria y de hacer pasantías por varios años en una corredora de cereales en el mercados de futuros y opciones en Chicago, se metió de lleno a trabajar en la empresa familiar.
En esos años, Pepe conoció a un músico y director de cine suizo, a quien asesoró en la ventas de unos campos. “Yo trabajaba con mi padre, que además de administrar, daba asesoramiento a los dueños de campos. Estas reiteradas charlas con el suizo me aportó otra mirada del negocio agropecuario que no tenía, me hizo ver que, detrás de cada empresa familiar de campo, había valores humanos y emociones que no solo pocas veces se toman en cuenta y son dejadas de lado, sino que son las que verdaderamente por lo bajo influyen en el negocio en sí mismo. En el sector, somos analfabetos sentimentales”, cuenta a LA NACION, hoy con 54 años.
Un día, su padre, con 85 años, reunió a sus hijos para ver cómo continuaría el rumbo de la compañía familiar que él había fundado. “El primer encuentro duró solo 10 minutos porque mi padre comenzó a contar el esfuerzo, la perseverancia y la dedicación que le había llevado posicionar la empresa y enseguida mi hermana le preguntó de cuánto dinero se estaba hablando. Ahí nomás mi padre se levantó de la reunión y se fue ofendido. En ese instante, comprendí que más allá del negocio, en una empresa familiar de campo se entreveraban emociones guardadas. Y seguramente, eso que nos había pasado a nosotros como familia, le debía estar ocurriendo a miles de empresas con vínculos familiares, donde se mezclaba lo racional del negocio con los sentimientos”, describe.
Enseguida, entendió que había un nicho poco explotado en el sector y se puso a indagar qué carrera relacionada a eso existía y que ayude a resolver este tipo de conflictividades en las empresas. Así, a los 47 años regresó a la universidad, a la escuela de formación de líderes, para estudiar durante dos años y medio coaching transaccional y luego perfeccionarse en coaching ontológico.
Ya recibido, primero propuso a su familia ser él mismo quien dirija las reuniones de la firma. Con muy buenos resultados, también la empresa familiar de su mujer lo llamó para recibir su asesoramiento. Como la cosa “comenzaba a funcionar”, junto a Santiago Casares, economista y primo, a quien volvió a encontrar en la universidad, se largaron con el proyecto al que llamaron “La Carreta”, por esa conjunción de la procedencia de la palabra coaching y la historia de ese antepasado que llegó de Galicia y encontró en las carretas su modo de vida.
“Hubo una buena fusión entre ambos. Día a día nos fuimos motivando y comenzamos a dar charlas para CREA. Cuanto más charlábamos con la gente, cada vez más nos dábamos cuenta que era ‘como cazar en el zoológico’: en todas las empresas familiares había este tipo de conflictividades”, detalla.
“A través del boca a boca, empezamos a asesorar a diferentes empresarios del agro que nos llamaban, buscando siempre para cada uno un traje a su medida, desde talleres como despertador de conflictos hasta couchear a dueños y socios”, añade.
Según describe, “La Carreta” hace un asesoramiento integral, ayuda a la empresas familiares agropecuarias a transitar los distintos caminos, como pueden ser las sucesiones, las divisiones, las ventas e incluso una reconducción. Estos procesos pueden durar entre 8 y 10 sesiones.
“En la vida de una empresa familiar, a cada integrante le toca transitar diferentes momentos. Son muchas emociones que necesitan ser reconocidas y manejadas de la mejor manera para llegar al mejor resultado, donde poder mantener la escala es uno de los grandes desafíos que se plantean para el futuro de una empresa familiar. Creemos que el coaching es de suma utilidad para lograr este objetivo”, explica.
Para Santamarina, la tierra tiene un gran componente emocional, que nubla y distorsiona el razonamiento del negocio. “La gente no acciona ni por recomendaciones ni consejos sino por sus propias vivencias. Por eso, una de las herramientas que utilizo es desafiarlos a ellos mismos. Uno lo ayuda a desafiar su propia historia, le hace de espejo”, asegura.
Aunque siempre tuvo presente que la gente de campo es reacia a utilizar este tipo de herramientas, muy seguro de lo que hacía siguió adelante trasmitiendo y contagiando sus ideas. “Muchas veces la gente no se da la oportunidad de conocer cosas nuevas, siempre hay un factor de fe por delante. En un principio, fue costoso, pero yo sabía que funcionaba y estaba dispuesto a seguir adelante con el proyecto”, dice.
En el transcurso de estos siete años que lleva adelante su emprendimiento, tiene una enorme satisfacción por el camino andado. “No me sentía satisfecho con mi vida profesional y a los 47 años elegí reinventarme para sentirme pleno. Me costó hacerlo pero lo logré. Fue una gran decisión ser un eterno aprendiz”, concluye.
Esta nota se publicó originalmente el 4 de octubre de 2022
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