Hay palabras que aun enraizadas en otros tiempos conservan frescura y prestancia en la transmisión de enseñanzas de generación en generación, hasta los días que corren. Caballero es una de esas palabras, simple, sobria. En tiempo de los romanos, caballero refería a quienes tenían el privilegio en el ejército de montar a caballo. Privilegio bien entendido, pues lo era como derecho, pero sin olvidar su contracara de deber asumido con honor y responsabilidad.
A partir de aquel vínculo con el noble animal, el hombre se adiestró en habilidades para perfeccionar el don innato de encarnar una autoridad revestida de invariable cortesía. Supo empatizar así a fin de sacar lo mejor del otro. Lo hizo priorizando la persuasión mansa y sutil antes que la fuerza del castigo. Relación perspicaz y servicial con quien nos complementa, con quien nos ayuda a ir más lejos y de modo seguro, con quien pone su instinto y bravura a nuestro servicio.
Martín Ricardo Garciarena fue un apasionado productor agropecuario. Hombre de consulta, sabio, humilde, trabajador, tan honrado como generoso. Comprometido con el país y los quehaceres del campo. Ejemplo de caballero de una pieza que había aprendido desde la mocedad la regla de que, para mandar, primero hay que saber obedecer.
Bastaba verlo actuar para comprender aquello de que caballeros quedan pocos. Y menos, aquellos que, como él -esposo, padre, abuelo y amigo-, hubieran sabido extraer enseñanzas del vínculo cotidiano con los caballos. Con su propio ejemplo promovió este criollo las reglas de señorío y distinción que deben imperar en todas partes, pero muy especialmente en las canchas, ya sean de polo, paleta, fútbol, etc., pues practicar deportes lo consideraba una cuestión de señores, y desde luego, de verdaderas damas.
Por su ética proverbial, mi suegro, don Martín Ricardo Garciarena trascendió en sus queridos pagos de 25 de Mayo, provincia de Buenos Aires, como figura hidalga. Es un honor para mí recordar su memoria con agradecida emoción a poco tiempo de la partida, cuando todavía recorría en los altos años de la vida el campo que lo había visto crecer y que tanto amaba
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