Desde tiempos remotos se acudía a todo tipo de prácticas para presagiar o conseguir precipitaciones
Desde que el mundo es mundo, el hombre ha pretendido dominar la naturaleza avasallándola, a veces, con las herramientas creadas por sus manos y, otras tantas, utilizando rituales mágicos, cuando no religiosos.
Esto viene a cuento de la sequía instalada hoy en el campo, sequía terrenal, sequía en los bolsillos; sequía a secas, sinónimo de pobreza y necesidad. Justamente escribe Tito Saubidet en su Refranero y vocabulario criollo , que cuando la seca es larga, no hay matrero que no caiga. "Esta es una antigua expresión paisana que se refiere a que cualquier persona apurada por las circunstancias -explica- se ve obligada a someterse a algo a que antes se resistía, o a transar con ello". Su reflexión bien puede aplicarse a nuestra época, en la que parece ser la magia el último y, quizás, el más efectivo recurso.
En numerosos textos, en donde abundan datos sobre el mundo criollo, es común la mención del sapo como uno de los ingredientes cuyas fórmulas prometían una abundante cuota de agua o, como dijo la Presidenta, "hache dos cero", hoy más cero que nunca. De esta forma, era parte de la religión el arrojar a uno de estos pobres batracios a las profundidades de los jagüeles, porque se creía que los bichos en cuestión cavaban las vertientes. Si se escapaban en los baldes, la aventura les resultaba efímera, ya que se los volvía a echar dentro del jagüel.
Entre las creencias de los antiguos misioneros, el cuervo negro era considerado símbolo indiscutible de la proximidad de las lluvias. También el loro tenía su fama, pues "cuando habla mucho, llueve" y dicen que cuando el pato se baña en la arena, la lluvia es segura. No podemos dejar de lado la presencia de la víbora, que cuando deja su rastro en el camino sin dejarse ver aparenta ser un evidente signo de que abriremos el paraguas. Lo mismo se supone que ocurrirá cuando los alguaciles aparecen volando en grandes cantidades o en el cielo se cruzan enormes bandadas de patos. Indican las hormigas también época de lluvias al llevar sobre sus lomos las larvas a cuestas. Y otros dos clásicos: el perro patas arriba pidiendo al cielo piedad en forma de gotas, y el lejano y solitario silbido de la perdiz.
Sin embargo, el cielo muchas veces se niega a bendecir la tierra con sus esperadas y salvíficas lágrimas, y la gente sale a buscar la ayuda de los santos milagrosos. Es San Antonio quizás, el más implorado a la hora de hacer llover, consigna Luis Gudiño Kramer en su libro Médicos, magos y curanderos . Y es San Jerónimo quien resulta eficaz contra los relámpagos y las tormentas. También se ruega la intercesión de los santos Isidro, Osvaldo, Roque, Francisco, Ambrosio y Silvestre.
Cuando la sequía se asentaba, aparecían como hongos después de la lluvia los tatadioses que, según señala Daniel Granada en Supersticiones del Río de la Plata , eran una suerte de taumaturgos que recorrían los poblados, como los manosantas y payés, prometiendo curas maravillosas, valiéndose de aparatos y ceremonias de fórmulas ininteligibles. "Algunos de ellos, como el de Tandil -expresa Granada- han producido serios trastornos colectivos, y sus prédicas han soliviantado a los nativos en estúpidas persecuciones". Se refiere a Gerónimo Solané, el Tata Dios.
En un pueblo ruso, cercano a Dorpat, cuando los lugareños anhelan la lluvia, cuenta J. J. Frazer en La rama dorada , que tres hombres se suben a un árbol de un viejo bosquecito sagrado. "Uno de ellos golpea un cacharro con un martillo para imitar al trueno; el segundo entrechoca pedernales para hacer saltar chispas e imitar al rayo; y el tercero, al que se le llama "productor de lluvia" tiene un mazo de ramas, con el que salpica por todas partes con agua de un recipiente". Frazer refiere que ésta es una forma moderna de magia imitativa.
Lucio V. Mansilla comenta en Una excursión a los indios ranqueles que las brujas eran las que predecían las lluvias y las que realizaban toda clase de "suertes mágicas" para que el agua se derramase en los sembrados o llenara las represas. "Si fracasaban pagaban el fracaso con la muerte".
Los incas rendían homenaje permanente a una diosa de la lluvia que -según narra Garcilaso de la Vega-, "sentada sobre las nubes estaba pronta a derramar sendas jarras de agua". Leyendas parecidas se difundieron entre los primitivos pueblos europeos. Sólo que se trataba de brujas que cabalgaban por el firmamento con jarras que vertían lluvias, granizos, heladas y rocío... las que terminaban, luego de ser juzgadas, como un pollo a las brasas.
El famoso aventurero Alvar Núñez Cabeza de Vaca describe en Naufragios y Comentarios que los indios de Nueva España, tribu a la que los historiadores denominan Pueblos, y que vivían en perpetua lucha contra la sequía realizaban extrañísimos rituales: "Cuando salía el sol, con un gran griterío abrían las manos juntas al cielo, y después las traían por todo su cuerpo, y otro tanto hacían cuando se ponía".
Señales del cielo
Nuestros criollos afirman en su heredado manojo de observaciones celestes que cuando "el cielo está bajo y estrellado anuncia lluvia". Además, cuando está cubierto de nubes azuladas y rojizas presagia tormenta de piedra. Asimismo, que tres días seguidos de viento norte son indicio de lluvia. La tormenta que empieza a la salida del sol no dura más allá del mediodía. Mucho rocío "retira" la lluvia. La luna tiene mucho que ver, al menos para Orestes Di Lullo, quien señala que más blanca la luna en el cielo, más agua en el suelo. Su halo blanco es un signo acuoso, pero si fuese rojizo, anuncia sequía o viento. Luna nueva con agua, agua hasta la luna llena. Si nace con las aspas hacia arriba, seguirá prolongada la sequía. Lo mismo si el sol se pone colorado. Si sale entre nubes densas, hay posibilidad de lluvia.
Los pueblos de la zona de Neuquén anualmente realizan el Kamaruko, a fin de solicitar a sus dioses lluvia y el alejamiento de los malos espíritus de la tierra, el 25 de febrero.
Para el criollo de antaño, la seca termina cuando el gato se pasa la pata detrás de la oreja. Y para hacer llover hacían que una persona nacida en verano soplara al cielo. Los habitantes del noroeste argentino, escribe Pedro Inchauspe, consideraban a Pucllay una divinidad protectora de la agricultura y que el tiempo se convirtió en el patrono del Carnaval, la "chaya", celebración en la que es personificado con un muñeco vestido de manera estrafalaria, e inaugura los festejos presidiéndolos y es también la víctima propiciatoria cuando llegan a su término. Amalaya, ojalá llueva tres días seguidos.
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