"Mire vuestra merced, respondió Sancho, que no son gigantes sino molinos de viento", pero don Quijote gritando "non fuyades cobardes y viles criaturas" acometió montado en Rocinante, enganchó con su lanza las aspas de uno de esos molinos y cayó quedando descalabrado. Desde entonces se dice "luchar contra molinos de viento" para significar una pelea con enemigos imaginarios.
Pero en vez de enemigos, los molinos figuran entre los mejores amigos del campo argentino, desde que Miguel Nicolás Lanús los trajo y a fines del siglo diecinueve se empezaron a levantar con sus estructuras metálicas, tan distintas de aquellas pétreas de la Europa medieval. Silenciosos, constantes e incansables, han sido indispensables para el campo y el progreso del país, vigías de estancias y chacras y fuentes de vida para su gente.
Los hemos visto como parte habitual del paisaje rural, tan habituales que no los notamos. El poeta Baldomero Fernández Moreno dice en un corto poema llamado Paisaje: "Ocre y abierto en huellas, el camino/ separa opacamente los sembrados,/ lejos, la margarita de un molino". Borges comenta de ese poema: la metáfora es pobre, pero ahí está toda la provincia de Buenos Aires.
En otra ocasión el mismo Jorge Luis Borges nos recuerda los simpáticos versos del truco que dicen "Alambrao de siete hilos,/ estaca de ñandubay,/ molino marca Guanaco/ y una flor del Paraguay".
Antes también formaban parte del paisaje de los pueblos, donde sus torres sobresalían sobre el caserío bajo. Y no solo en los pueblos. Roberto Arlt, en una de sus maravillosas Aguafuertes Porteñas llamada Molinos de viento en Flores, escrita en 1928, rememora con nostalgia las épocas en que los molinos se alzaban entre las quintas y casonas antiguas del barrio, que iban siendo reemplazadas por construcciones más prácticas y menos poéticas.
Pero posiblemente el molino más notable de nuestro país se encuentre en las sierras de Córdoba. En el valle de Punilla, cerca de Capilla del Monte, rodeado del majestuoso panorama de las Sierras Chicas se halla el caserío de Dolores. Allí hay una hermosa capilla colonial, está la antigua casa llamada Flor de Durazno que dio lugar a la novela, hay un gran edificio que parece un monasterio abandonado y que perteneció a la novelesca Marquesa Pontificia Adelia María Harilaos de Olmos, y también se alza un gran molino de tres torretas superpuestas, cada una circular con barandas de hierro trabajado, que rodean una gigantesca escalera caracol. Una notable estructura que nos puede hacer pensar en una pequeña torre Eiffel.
Pero esto no es nada casual: fue diseñado por el propio ingeniero Gustave Eiffel y comprado a principios del siglo veinte por doña Adelia para su estancia San Sebastián. Tiene unos 35 metros de altura y está descabezado y en muy mal estado de conservación.
Habría que restaurarlo mientras se pueda. Tanto estética como históricamente este "gigante" lo merece, y sería algo bueno para nuestro sufrido patrimonio nacional.
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