Amanece en la inmensidad del delta entrerriano. Promedia el mes de agosto, el aire es frío. Debajo de unos sauces a orillas del río Victoria unos hombres conversan en voz baja, matean junto a un fueguito austero, sin alardes. A pesar del avance de la soja, a pesar de la distancia, no más de 300 km de la Capital Federal, allí es un mundo aparte. En este universo gobernado por el capricho de las aguas y la fuerza del sol, aquellos hombres aguardan para dar comienzo a un arreo, como los de antes, cruzando riachos, bañados, ríos.
Es temprano aún y comienzan a llegar, de la nada misma, canoas con uno o dos paisanos., junto a ellos no hay trampas de nutrias, ni redes de pesca. Aperos y lazos son su equipaje. Por entre las chilcas también se acercan jinetes con varios caballos, vienen al tranco devorando distancias. Parece que pudieran llegar hasta la luna. No hay pilchas para desfile, los gauchos están vestidos con ropas de trabajo, bombachas remendadas, botas, alpargatas, boinas, sombreros viejos.
Los hombres vienen orgullosos sobre sus montados, sus rostros, su postura, su ser entero es producto de ese mestizaje extraordinario que se ha ido forjando a los tumbos, como la historia misma de estos pagos
Hay que trasladar 1500 novillos, también hay algunas vacas y pocos terneros. El desafío de este arreo es cruzar el río Victoria de aproximadamente 250 mts de ancho, una vez logrado este objetivo los km restantes no presentan ninguna dificultad extraordinaria. Comienzan a escucharse, cada vez más cerca, las voces características del manejo de hacienda, mugidos, gritos incentivando el avance de la tropilla. Una vez que llegan al sitio elegido para el cruce, los paisanos deciden esperar un rato para que el sol entibie la mañana. Mientras tanto se agranda el fuego y un cordero es colocado en la parrilla.
Prácticamente es mediodía. Se juntan cinco caballos para que hagan punta y una canoa los lleva de tiro hacia la costa de enfrente. Apenas los caballos son metidos al agua los hombres empujan un lote de novillos que instintivamente comienzan a seguir en fila a los equinos. En pocos minutos una larga hilera de tres o cuatro animales de ancho, nada surcando las aguas del río. Cada tanto algún novillo intenta volverse, una canoa entonces lo atropella y entre alaridos y golpes de los remos al agua se impide que el bovino pegue la vuelta. Si el animal gira, inmediatamente lo hacen los que vienen detrás y comienzan a nadar en remolino, entonces puede ocurrir que se desmadre la hilera y se ahogue parte del rebaño.
Uno tras otro van pasando, Alaridos, aceleradas de los motores, marejadas cruzadas, chasquidos. Ante la menor intención de querer salirse de la fila, un hombre con su canoa arremete campeando las olas y los cuerpos de los animales que se esfuerzan por avanzar en el torbellino generalizado. Se divide el cruce en lotes, para poder controlar mejor semejante cantidad de animales que no están muy convencidos de arrojarse al agua y menos aún, cruzar a la otra orilla. La canoa con sus caballos guías va y viene. Ya en el segundo cruce los caballos parecen entender de qué se trata la tarea y van decididos resoplando, marcando el rumbo.
El alboroto es música de la tierra y el agua en el corazón del delta entrerriano. Cabalgando las olas, enlazando algún arisco que se sale de la hilera, alzando un ternero subiéndolo por la borda de una canoíta islera, que se arquea como un pingo en una paleteada, van terminando su cruce aquellos gauchos. Son los gauchos del agua. Un sapucay parte el universo cuando el último vacuno se sacude ya en la otra orilla. Los gauchos dejan sus canoas amarradas, atan sus pingos medio largo como para que mordisquen algo de pasto. Cuchillo y pan en mano van saboreando el asado.
Quizás sean los últimos representantes de una cultura. Tal vez. Quizás no lo sepan. Están contentos, en un rato algunos se irán con el arreo. Una jornada más les espera para llegar a destino. Otros se irán como llegaron, al tranco por el monte o desafiando las aguas eternas del río, en silencio, formando parte del paisaje.
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