Podríamos asegurar que fue el fogón la cuna de la tradición gaucha. A la intemperie o dentro del rancho, para el gaucho, el fogón lo fue todo, o casi todo.
Al principio sólo recibió el nombre de fogón aquel que se encendía a cielo abierto, interrumpiendo los largos viajes y que era equivalente a abrigo, descanso, mate solitario o compartido, comida y hasta defensa, por ser la lumbre capaz de mantener alejadas a las fieras.
Dice Lucio V. Mansilla, en Una excursión... que, en las marchas militares, el fogón "es la delicia del pobre soldado después de la fatiga. Alrededor de sus resplandores desaparecen las jerarquías militares. Jefes superiores y oficiales subalternos conversan fraternalmente y ríen a sus anchas. Y hasta los asistentes que cocinan el puchero y el asado, y los que ceban el mate meten de vez en cuando su cucharada de charla general, apoyando o contradiciendo a sus jefes y oficiales, diciendo alguna agudeza o alguna patochada".
El primitivo fogón fue solamente un hoyo en la tierra en el que el fuego era encendido con algo de madera, bosta, marlos, pasto seco o lo que hubiera como combustible. Más tarde también se llamó fogón al que se encendía en las cocinas y alrededor del cual se reunía la peonada por la noche o en días de lluvia. Sin duda, hubo marcadas diferencias entre el uno y el otro: el fogón de las cocinas presentaba sus particularidades, se armaba en el centro del habitáculo, el cual contaba con dos accesos, uno al Norte y otro al Sur, el primero practicable en invierno y el segundo, en verano. Alrededor de una plataforma circular de tierra apisonada se construía una suerte de valla ya fuera con huesos de caracú clavados en el piso, ruedas viejas de carro o ladrillos de adobe, cosa de no permitir la expansión del fuego más allá de lo conveniente. Por una de las puertas se entraba, a cincha de caballo, un tronco largo cuyo extremo se depositaba en el centro de la plataforma sobre brasas ya preparadas y luego, a medida que el tronco se encendía, un peón le daba con el reverso del facón algunos golpes, cosa de desprender las brasas y avivar el rescoldo y luego, a medida que el tronco se iba consumiendo, se lo hacía correr hacia el centro, tramo por tramo, hasta terminarlo.
De la cumbrera del techo pendía siempre una cadena sobre el centro del fogón, de la que se colgaba la caldera llena de agua para el mate o "la negrita" si ya era hora del guisado, o bien se aprovechaban las brasas para asar, sobre una simple parrilla, trozos de carne.
En torno de las brasas, los hombres reparaban sus aperos de trabajo o sus prendas personales y, a la vez, daban forma, con sus charlas, a innumerables leyendas y supersticiones mientras el fuego caldeaba y el humo ennegrecía las paredes. Al conjuro del fogón, esos hombres engalanaban las historias del pasado y las hazañas de los héroes; aprendían a templar las guitarras y a cantar, mientras los más viejos se prestaban, solícitos, a confidenciar los secretos de la naturaleza, de las coplas, del manejo del lazo, de las boleadoras o del facón. Mientras los tizones revientan en chispas y la carne se cuece, el cálido y fraterno mate propicia el coloquio y se sueltan refranes, se narran sucedidos, se comentan las novedades del pago, se confiesan las penas y los sueños, se ríe, se chancea y también, en ocasiones, hasta se llora.
Por todo lo que implica y significa, es que José Hernández, en su Instrucción del estanciero, nos deja una deliciosa descripción; por ello, también, es que nos lo recuerdan Hilario Ascasubi, Carlos Reyles y hasta el citado Mansilla con su visión peculiar: "El fogón -afirma- es la tribuna democrática de nuestro ejército". Porque esa reunión alrededor del fogón era una suerte de oasis en la soledad, un lugar donde el hombre de campo abandonaba su aguerrido silencio y abría su corazón.
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