En Bragado, Débora Bulleghini arregla caminos rurales; “al principio eran 14 horas por día arriba de la máquina para ganar experiencia”, dice
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Como todos los días, desde hace ya un tiempo largo, la alarma en el celular de Débora Bulleghini sonó a las 5:15. Sin prisa pero sin pausa, preparó su vianda y su mochila. En ella cargó alguna golosina, galletitas dulces, el neceser de primeros auxilios, los auriculares para escuchar música y botellas de hielo que, con el correr de las horas, se convertirán en agua fresca.
Salió de su casa en el pueblo bonaerense de Mechita rumbo a Bragado, a unos 10 kilómetros, donde a las 7 en punto debe marcar en el corralón de la Red Vial de ese municipio. Allí, una de las diferentes camionetas la dejará en su destino: el camino rural a reparar hasta las 4 de la tarde.
Esta madre soltera de Jazmín, de 14, Santiago de 11 y Mateo de 10, está orgullosa de ser jefa y sostén de familia como operaria de una retropala, recorriendo distintos lugares del partido para arreglar caminos de los campos de los productores. Entiende la importancia de que la gente que vive en zonas rurales pueda trasladarse a las ciudades vecinas.
La vida de Bulleghini hasta sus 17 era la de cualquier chica, el ir a la escuela y en sus ratos libres pasarla con amigos. Sin embargo, todo viraría cuando a sus 18 se convirtió en madre y tuvo que abandonar la secundaria. “Tuve que empezar a ganarme la vida y en el pueblo había poco para elegir, la actividad gastronómica era lo único que andaba y comencé a trabajar en eso. También para sumar en un momento hice un curso de repostería”, cuenta a LA NACION.
Pero las cosas cambiaron abruptamente cuando llegó la pandemia: “Y literal todo cerró y me quedé sin trabajo”. Sin un sustento para darle a sus hijos, decidió hacer rosquitas en su casa y venderlas en el barrio para solventar sus gastos.
Un día de esos en el que estaba mirando un rato redes sociales, vio en Facebook una publicación donde una cooperativa privada pedía en un pueblo vecino llamado Alberti operarios para una obra mixta (mujeres y hombres) y se anotó. Y, tras varias entrevistas, quedó seleccionada.
“La obra era hacer cloacas y el presidente de la cooperativa tenía la idea de hacerla inclusiva, es decir contratar a quienes menos posibilidades tenían de conseguir un trabajo por sus condiciones, gente que estuvo privada de su libertad, personas trans, madres solteras y me tomaron. Quedamos ocho varones y cuatro mujeres”, describe.
El primer día fue un momento más que difícil: le tocó ser ayudante y palear durante ocho horas tierra y barro dentro de una zanja: “Me quería matar, mi cuerpo no estaba acostumbrado a palear”. Así se fue fogueando en esto de ser operaria hasta que, casi por casualidad, su vida tomó un giro inesperado. La cooperativa compró una retroexcavadora que al fallarle el operario contratado (porque pidió un sueldo que no se lo podían pagar), el jefe les dijo que alguno debía aprender a manejarla, que no le iban a pagar demás pero que era una buena oportunidad para capacitarse.
“Solo fuimos las cuatro mujeres a aprender. Fueron ocho clases arriba de la máquina y fui yo la que le agarré más la mano. Siempre fui muy mandada y corajuda y al final quedé solo yo operándola. Cuando la compraron no tenía frenos y aprendí a manejarla así nomás y cuando los arreglaron no los usaba porque ya estaba acostumbrada”, añade.
Tan raro era ver a una mujer arriba de tremenda máquina de ocho toneladas que la gente del pueblo se acercaba a curiosear y mirarla a ver si era realmente una joven la que estaba sentada en la retroexcavadora.
Un noche, en octubre pasado, estando ya en su casa preparando la comida, recibió un llamado del municipio de Bragado. Era para ofrecerle ser parte del equipo que arreglaba los caminos rurales de los cuarteles del partido. Era una gran oportunidad y sin dudarlo la aceptó.
Desde ese entonces, todos los días religiosamente se embarca en ese desafío: dejar en condiciones esos caminos. Pero la historia con final feliz no termina acá: en su trabajo, donde comparte la faena con todos hombres, conoció a su pareja, que hace 11 años es maquinista y con él comparte la misma pasión por los fierros.
Con mucha humildad, cree que la suerte se puso de su lado. Cuando la gente la felicita por sus logros, ella solo se sonroja. “Estoy feliz, no sé como llegué hasta acá, creo que las cosas se fueron dando solas. Sé que puse mucho esfuerzo, donde al principio eran 14 horas por día arriba de la máquina para ganar experiencia. Era la primera en llegar y la última en irme de la obra. Siempre fui muy responsable, no falte jamás al trabajo, ni nunca llegué tarde y sobre todo nunca dije no a nada”, detalla.
Bulleghini revaloriza el trabajo que tiene. “Me hice sola, de abajo, y aprendí a los golpes. Muchos me dicen que con lo que cobro ganaría más teniendo planes pero a mi no me gusta quedarme sentada esperando que me regalen las cosas. Para mí, lo digno es, poco o mucho, poder comprarme las cosas con el fruto de mi trabajo. La plata me la gano yo. Pero lo más importante es el ejemplo que les dejo a mis hijos, sé que los llena de orgullo que yo trabaje y de hecho les encanta contar en la escuela lo que hago”, finaliza.
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