La terrible sequía de los últimos meses, además de muchos perjuicios, ha traído el incendio de campos en la zona del Delta del Paraná, en Rosario, Córdoba, por no citar sino algunos otros puntos del país que sufren el flagelo, sin olvidar los de la Mesopotamia. Sobre estas quemazones de campos hemos encontrado un interesante relato de Lina Beck-Bernard, una dama natural de Alsacia, pero que desde los 16 años vivió en Suiza donde murió en la ciudad de Lausana en 1888.
Esta señora, de indudable talento y amena pluma, publicó en 1864 en París con el sello de Grassart, librero y editor, un libro titulado “Le Rio Parana. Cinq annés de séjour dans la République Argentine”, editado en 1934 en castellano con el título “El Río Paraná. Cinco años en la Confederación Argentina. 1857-1862″. Casada con Charles Beck-Bernard, tenía 33 años cuando el matrimonio y sus hijos emprendieron un viaje lleno de peripecias a Buenos Aires, luego siguieron por el Paraná a Santa Fe, donde vivió hasta que a la muerte de dos de sus hijas resolvió volver a Lausana.
En el referido a su estadía en Santa Fe, abunda en relatos sobre la ciudad y sus alrededores, excursiones al campo, con sus quintas o chacras de tanto en tanto divididas por “cercos de cactus silvestres”.
Así llegaron en despreocupada marcha a la entrada de un monte virgen al galope, cuando: “Miramos atrás para dominar la llanura que nos rodea. En esto echamos de ver en el horizonte una faja de humo negro que parece adelantar hacia nosotros con admirable rapidez. De vez en cuando, entre esa barra compacta que avanza, se abren algunos boquetes que arrojan llamas rojas y amarillas. Es una quemazón o incendio de campos”.
Prosigue el relato: “El espectáculo se hace cada vez más grandioso. La llanura queda pronto convertida en un mar candente donde el viento lleva y trae las olas de fuego. Por instantes, desplazándose con movimientos de marea, las llamas retroceden dejando ver el suelo ennegrecido, veteado a trechos de gris y blanco por la naturaleza del terreno. Enseguida los pastos abrasados vuelven a recubrir el suelo al soplo del viento y las llamas voltejean caprichosamente, saltando de un matorral a otro. Muy luego un raro crepitar de hojas se deja oír a nuestra espalda. Es que el viento, cambiando de dirección, ha formado un nuevo foco de incendio y el bosque comienza a arder”.
Finaliza su relato con los detalles de su retirada del peligro: “Con presteza concertamos lo que nos queda por hacer para salvarnos. El único partido a tomar es internarnos en el monte y ganar las márgenes de la Laguna Grande, que deben extenderse hacia la derecha. Los caballos, asustados, dan relinchos de terror. Empiezan a sentir la atmósfera quemante y se encabritan, negándose a obedecer. Las ramas de los árboles crujen y chisporrotean muy cerca de nosotros. Hay que salir a toda costa, porque la situación se agrava por minutos. Finalmente, a fuerza de gritos y latigazos y espoleado nuestros caballos, los obligamos a entrar en el monte, que arde solamente por sus orillas. Así logramos alejarnos en lo posible, con toda rapidez, de la quemazón cuyas columnas de humo negruzco siguen oscureciendo el cielo”.
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