Su rastro se difumina en el tiempo, se pierde en las difusas nieblas de la leyenda, condensado en un puñado de apodos: “La pasto verde”, “La mamá Carmen” o “La botón patrio”. Los breves retazos de sus historias se registran escuetamente en viejos papeles de archivos, sinfonías escritas en telarañas de otro tiempo, aquel tiempo salvaje y mágico de la frontera. Época de matreros y cimarrones; de estancias foseadas y enrejadas pulperías. De lenguaraces, soldados y cautivas; de tolderías diseminadas ilimitadamente por el tapiz arratonado de las Pampas. De la oleada infatigable del malón viboreando en un mar infinito.
Cuando los lujos de un hombre (gaucho o indio, daba igual) empezaban en el montado y en el fulgir de su pilchaje de plata. Mientras que su prestigio se basaba en el simple coraje, descarnado y duro. Del trepidar de clarines y de esqueletos que se volvieron polvo devastados por el viento y achicharrados por los soles de rastrilladas y caminos. Tiempo de arrullo de bordonas que envolvía la existencia de mujeres con mayúsculas hechas a privaciones y carencias y por eso mismo, tan proclives a degustar las pocas grageas de dulzura que les concedían las felicidades de esa vida: el tiempo de las fortineras.
Ellas también fueron soldados y actores sociales significativos en un mundo de hombres. Marginales por antonomasia, las listas de revistas las ninguneaban y los escritos de jueces de paz y comandantes de campaña ni siquiera mencionaban su existencia. Vivían y malvivían en fuertes, fortines y cantones diversos. Acompañaban a sus hombres y criaron a sus hijos, fueron su apoyo moral y físico, lavaron la suciedad infinita de sus ropas, cocinaron la escasez sempiterna de sus comidas, curaron sus heridas innumerables y desarrollaron en silencio una y mil tareas más, y todo para que por sobre ellas cayera siempre el oprobioso e injusto manto del olvido.
Algunas escasas plumas hicieron foco sobre ellas, rescatándolas brevemente de ese olvido y haciendo justicia, tal es el caso del ingeniero francés Alfred Ebelot, contratado por el gobierno de Sarmiento (1868- 1874). Muchas veces el apunte de un extranjero resulta esencial para rescatar detalles que los actores locales, por comunes o habituales, no suelen consignar. Los testimonios históricos están llenos de ejemplos por el estilo, de Heródoto para acá. En su libro La pampa, costumbres argentinas, publicado en París en 1889, Ebelot describe así a las fortineras que marchan junto con tropa masculina a ocupar un fortín de la frontera:
“Luego apareció otro grupo, considerable y en desorden, y por fin, allá en el extremo, pequeña, ocupando nada más que el espacio indispensable, una tropa que marchaba en formación. El grupo intermediario eran las mujeres y los niños. Había una caterva. Todas las edades estaban representadas en ella: desde los niños de pecho, que mamaban sin desconcertarse al trote duro de los caballos, hasta las viejas cuyos cuellos semejaban un manojo de culebras y que mascaban un cigarro en sus encías desprovistas de dientes. También estaban representados todos los matices, excepto el blanco. La escala de tonos empezaba en el agamuzado claro y terminaba en el chocolate… Cuando llegamos al día siguiente al fortín Sanquilcó, cuya guarnición íbamos a relevar, presencié el espectáculo de la recepción hecha por la guarnición femenina que lo ocupaba a la guarnición femenina que iba a reemplazarla: los grandes saludos, el mate y las conversaciones”.
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