"Se van, se van, las casas viejas queridas, de más están, han terminado sus vidas." Esa frase del hermoso tango "Casas viejas", que tan bien cantó Goyeneche, podría aplicarse sin más a las casas de las estancias argentinas.
Año tras año muchas van cayendo, demolidas o deterioradas por el tiempo y las humedades, y más por el abandono. Son especie en extinción esas estancias, que alguna vez fueron avanzadas de la patria en tiempos de desiertos y de malones.
Mis dos abuelas eran hijas de estancieros. No alcancé a conocer Bella Vista, de la familia de mi abuela paterna, sobre el arroyo del Medio, que solo persiste con su larga galería, guardapatio y mirador en una foto de color sepia desdibujada por los años.
Pero sí conocí La Manuelita, de mi abuela materna, en Monte Flores, cerca de Rosario. También la demolieron, en la década del cincuenta cuando yo tenía cinco años, y después el campo se vendió. Pero recuerdo la entrada de paraísos, la arboleda oscura y la casa de planta cuadrada, en plano alto, con un patio central y totalmente rodeada de galerías con balaustradas y techos de chapas. Tenía dos escalinatas de acceso, una al Norte que daba a una fuente con gruta y castillito de cemento, y otra al Sur que bajaba a otro patio con aljibe, al que seguían en fila las habitaciones de servicio, y al fondo, las hamacas.
Me contaron que mi abuelo Leónidas, dirigente de la Liga del Sur, vivía dedicado a la política y que entonces mi abuela Manuela manejaba la estancia y la peonada, armada con un revólver. Y que en un asado partidario de los que él organizaba, un payador cantó algo contra los radicales y entonces la señora, la dueña de casa, se levantó y con un cuchillo le cortó las cuerdas de la guitarra al atrevido. Y dicen que las mujeres de antes eran sumisas.
Pero mis recuerdos son imágenes aisladas. Veo los perros, Palomo y el cuzco Batuque, y el caballo alazán Regalón, que fue de mi madre, ya viejo y que había perdido un ojo. Y un asado haciéndose bajo los árboles y el peón Carlitos Romitti con bombachas batarazas. Y un "viaje" en sulky por la mañana al pueblo de Villa Amelia, donde había muchos otros sulkyies. Y el break en miniatura que tiraba una petisita. En él estamos en una foto con mis primos Tatón y Myriam adolescentes, frente a la casa. Y los olores que aún ahora me recuerdan aquella casa: el del alcohol de quemar, el del chiquero donde me gustaba mirar los chanchos, y el del cuero de mis botitas.
Más o menos por el año 2000 fuimos con mi longevo tío Chango a visitar lo que fue La Manuelita. La arboleda estaba muy pobre y nos recibió una anciana que vivía en la única habitación que quedaba, una de las de servicio. Vi los restos retorcidos del molino, pero el aljibe todavía estaba en pie, como un símbolo. Más allá se veía un pajonal y le dije a Chango: ahí debe estar la fuente. Fuimos, y allí estaba, seca, rajada y mohosa, con su gruta y su castillito tapados por yuyos altos.
Una desolación, donde alguna vez hubo una estancia familiar. Una más de las tantas y tantas que se fueron, con sus historias de vida a cuestas. Cambiaron las costumbres y hoy el campo se trabaja de otra manera. Quizá ya no tengan razón de ser, y por eso las estancias, las viejas casas queridas, se van, se van, como cantaba Goyeneche.