Allí estaban, también, las "entretenciones" del pobrerío; allí se apostaba y se bebía
Marcelino Román sostenía -hace ya mucho de esto- que la pulpería había sido el ámbito donde nació la payada. Y no le faltaban razones para suponerlo así. Sin duda el canto es connatural al hombre y ha debido existir siempre, seguramente antes de que por aquí surgieran las pulperías bravas, con alero montado sobre horcones y enrejado de madera.
Pero la somera sociabilidad de la pampa lógico prerrequisito de la existencia de la payada es evidente que sólo quedó establecida como tal cuando florecieron en ella esos híbridos de rancho, taberna y almacén, a los que acudía la gente gaucha para sustentarse en materia de atuendo y de "vicios", trance por demás importante, pero que, en especial, debía serlo para quienes iban, a la vez, para consolar una habitual trashumancia.
Con manifiesta sagacidad, Sarmiento añadió que la pulpería era un "club", según las funciones que en ella se cumplían, pues a la de mercado se agregaba la de lugar en que eran intercambiadas noticias, se difundía el renombre de caudillos, se obtenían datos sobre animales extraviados e indicios de riesgos probables para los viajeros.
Punto de encuentro
Allí estaban, también, las "entretenciones" del pobrerío, las carreras y el reconocimiento de los mejores caballos del pago; allí paraba, cada tanto, la carreta de las mujeres, memorada de modo insigne por Enrique Amorim. Allí el gallo perdía las plumas y clavaba el espolón, allí se apostaba, se bebía "se echaba un trago" y se armaban, asimismo, las ruedas de cantores.
La referencia es insoslayable: aparte de que allí se vendían las guitarras de cuatro cuerdas y las rústicas ediciones primeras del Martín Fierro, resulta que siempre en las historias de payadores aparece una pulpería, escenario de sus encuentros y testigo de su fama, a despecho de los rivales y de las riñas y cuchilladas en que solían terminar los floreos, experiencia sobre la que Hernández apunta bien que nunca faltan encontrones / cuando un pobre se divierte, punto al que corrobora el arquetípico enrejado que se mencionó al comienzo.
Aunque no hay que exagerar al respecto o, mejor, debe considerarse que con el paso del tiempo las costumbres fueron suavizándose y que en la época de los gauchos que hoy cabe recordar, ya las persecuciones duras, con levas y cepos, eran cosa del pasado.
Cambio de época
La pulpería, poco a poco, se convirtió en "almacén de ramos generales y despacho de bebidas" y no pocas subsistieron, oscuras y nostálgicas, hasta ayer no más. Los pueblos crecieron y muchas veces las pulperías quedaron en sus afueras, ubicadas más bien para el lado de las tabladas, donde llegaban las tropas de ganado y se reunían, por ende, paisanos y reseros, adeptos todavía a las viejas diversiones del criollo: el monte, el truco, la disputa de la payada sobre todo.
Los Corrales Viejos de esta ciudad -hoy Parque Patricios en su predio verde- eran el matadero municipal hasta los días iniciales del siglo pasado. Por ese motivo, sobre Caseros y por Rioja, y más por Deán Funes, durante largo tiempo -hasta unos veinte años después- sobrevivió una suerte de pulperías ya casi irreconocibles, inevitablemente impregnadas de sabor urbano.
Pero por ahí andaban, característicamente, los payadores porteños o los que se encontraban de paso por Buenos Aires, pues si sus enfrentamientos formales se realizaban, a la sazón, en teatros y en el Parque Goal, distraían sus ocios y alimentaban su inspiración en esa zona, todavía con reminiscencias rurales.
Gabino, Higinio Cazón, Cayetano Daglio (Pachequito), Pablo Vázquez, Félix Santiago Hidalgo, Federico Curlando, el oriental Juan Pablo López, Julio Díaz Usandivaras, eran algunos de ellos, todos duchos a la hora de esgrimir décimas y chuscadas.
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