La crisis del gasoil colmó la paciencia del campo con el Gobierno. En un contexto internacional ampliamente favorable para las exportaciones agroindustriales argentinas, que proveen más del 60% de las divisas por bienes que ingresan en el país, el ruralismo entiende que el Gobierno lo considera apenas como una fuente de recursos fiscales y no como un motor del desarrollo del país. Cree también que dentro de la coalición gobernante hay sectores que, directamente, proponen ir en contra del campo.
En las últimas semanas se encendieron las luces de alarma cuando el presidente Alberto Fernández mencionó en una entrevista con Página12 la posibilidad de crear una empresa estatal o paraestatal, apoyándose en la división agro de YPF, para manejar el comercio de granos y la producción de alimentos. La palanca de esa llave sería la cerealera Vicentin, que sigue en concurso de acreedores, y que hace dos años el Presidente quiso expropiar, pero fracasó intento luego de la movilización ciudadana.
Aunque Fernández no envió un proyecto de ley ni en el Ministerio de Agricultura recogieran el guante, lo cierto es que ese comentario se sumó a otras decisiones que sí se tomaron, como el incremento de los derechos de exportación al aceite y a la harina de soja y las trabas a las exportaciones de carne, trigo y maíz mediante el despliegue de sutiles mecanismos burocráticos.
El engranaje intervencionista se completa con la realidad pura y dura: el productor argentino cobra apenas el 39% del valor internacional de la soja y el 47% del maíz debido a la presión impositiva (derechos de exportación) y a la brecha cambiaria, según un reciente informe de la consultora AZ-Group.
Regulaciones
El cóctel de regulaciones y distorsiones ya se está transformando en un boomerang. En trigo, por ejemplo, el área sembrada de la actual campaña agrícola se redujo en un 5,6% respecto de la anterior. Aunque en esta decisión también influye la falta de lluvias que afecta al centro del país, frente al riesgo de una mayor intervención, hay productores que se abstienen de invertir. Una caída de la cosecha se traduce en una menor actividad económica de los pueblos del interior y en las cuentas macro.
Esta rareza argentina sucede cuando el mundo está pidiendo más trigo, maíz y aceite de girasol por el impacto de la invasión de Rusia a Ucrania.
Sin embargo, a pesar de las diferencias, el campo, o en una versión más extensa, la agroindustria, ha buscado tender puentes de diálogo con el Gobierno. No se quedó en un solo lado de la grieta. Hace casi dos años, unas 60 entidades de la producción, la industria y el comercio, agrupadas en el Consejo Agroindustrial Argentino (CAA), propusieron una ley para otorgar estabilidad fiscal a la actividad y otros incentivos por diez años para aumentar las exportaciones, sin descuidar el mercado interno.
Pese a que ese proyecto fue entregado en mano a la vicepresidenta Cristina Kirchner y al presidente Fernández y hubo una veintena de reuniones con funcionarios del Ministerio de Economía, la iniciativa está en los cajones del Congreso.
Difícil de comprender para un sector que, en el medio de la inestabilidad macroeconómica, en los primeros cinco meses de este año aumentó en un 15% respecto de2021 las divisas ingresadas, con un récord de más de US$15.300 millones. Acaso debería ser visto como aliado y no como enemigo.
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