Las decisiones de política agropecuaria pueden ser evaluadas en su dimensión moral. Al respecto, la parábola de los talentos constituye un buen punto de partida: se juzgará en base a los “talentos” (o recursos) recibidos, y que se ha producido a partir de éstos. “Dios confía sus dones o talentos a los hombres con la obligación de que los desarrollen”.
En relación a lo anterior, resulta claro que la distribución de recursos naturales entre los habitantes de diversas regiones del mundo es muy desigual. La cantidad de tierra agrícola por habitante en países exportadores como EEUU, Francia, Argentina y Brasil supera ampliamente a la de África sub-Sahariana o el sudeste asiático. En otros países (por ejemplo, Japón, Holanda o la República de Corea) la menor cantidad de tierra por habitante es compensada con una alta disponibilidad de capital (físico y organizativo) por habitante. La abundancia de capital por habitante no es casual, sino que es resultado de decisiones de inversión a lo largo del tiempo. Esto permite que aún con poca tierra agrícola, pueden acceder, a través del intercambio comercial, a los productos primarios requeridos por la población.
Podemos preguntarnos lo siguiente: dado que la tierra agrícola es inmóvil (no puede desplazarse de un lugar a otro): ¿Cuál sería, en un “mundo ideal” la distribución espacial de capital y de trabajo entre diversas regiones del planeta? Principios económicos básicos sugieren que, en ausencia de fronteras, la distribución óptima de capital y trabajo es aquella que resulte en la igualación de la productividad de estos factores entre las múltiples regiones y usos a los cuales pueden ser asignados.
Podemos explicar esto a través de un ejemplo. Si invertir US$ 1000 en un proyecto agroindustrial genera en el país “A” una renta adicional de 8 %, pero potencialmente puede generar en el país “B” 18 % de renta adicional, lo eficiente es que estos US$ 1000 fluyan de “A” a “B”. Hacerlo resultará – en este ejemplo – en la generación de US$ 100 por año adicionales de riqueza ([0.18 - .08] x 1000). Para lograr eficiencia, el movimiento de capital entre países, regiones y actividades debe continuar hasta hacer desaparecer diferenciales de rentabilidad.
En general resulta esperable que en países con menor grado de desarrollo (ejemplo Argentina) la tasa de retorno al capital sea potencialmente mayor a la existente en países altos ingresos, donde las oportunidades de inversión (especialmente en el sector agropecuario y agroindustrial) han sido en gran medida explotadas. Sistemas de drenaje de tierras sujetas a inundaciones, o de riego en zonas semi-aridas, fertilización de pasturas y mayores niveles de suplementación invernal en ganadería, y procesamiento de gran escala de productos hortícolas son solo algunos de los proyectos que – en ausencia de fuertes distorsiones - podrían recibir capital adicional a través de repatriación de capitales en manos de argentinos, inversión externa directa de extranjeros.
Lo que ocurre con el capital ocurre también con el factor trabajo, donde muchos emprendimientos (especialmente intensivos en mano de obra) enfrentan restricciones: el empleo público, mas los múltiples planes sociales succionan la mano de obra disponible. Una vez más, un factor productivo se asigna a un uso de escasa o nula productividad, existiendo otro cuya productividad es mayor. Impedir salida de camiones a una usina láctea, o a un molino harinero tiene idéntico impacto: intercambios potenciales entre oferentes y demandantes se ven interrumpidos, y como resultado se incurre en pérdidas de bienestar.
La “dimensión moral de la productividad agrícola” resulta entonces clara. Una organización económica que dificulta o directamente impide que los factores tierra, trabajo y capital sean asignados a usos donde la productividad es máxima es moralmente cuestionable. En efecto, es equivalente a, por ejemplo, destruir ex-profeso una sofisticada máquina, incendiar un cultivo pronto a cosechar, o impedir que una persona acceda a un trabajo que le permita desarrollarse material y personalmente.
El concepto de “estado-nación” data de hace varios siglos, pero puede inducir a una actitud complaciente: pensar que los abundantes recursos con que los argentinos contamos son “nuestros”, y podemos utilizarlos como nos plazca. Pero debe reconocerse que el devenir histórico ha depositado en nuestras manos recursos que, en última instancia, deben contribuir al bienestar global. Al respecto, durante más de medio siglo Argentina no ha hecho uso pleno de los talentos que le han sido confiados. El resto del mundo puede bien preguntarse: ¿es razonable este estado de cosas?
El autor es profesor de la Ucema.
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