La Estación Centenario de la Compañía General de Ferrocarriles de la provincia de Buenos Aires estaba ubicada en el partido de Carlos Casares. Disposiciones de gobierno y tremendas inundaciones decretaron en 1985 el fin de sus servicios. A 10 kilómetros de aquélla estaba ubicada La Blanqueada, en cuyos campos transcurrieron muchas de nuestras ya lejanas vacaciones de verano.
Aquellas tierras estaban plagadas de “mulitas” y de “peludos”, especies del género “armadillos”, de color marrón y de entre 25 y 50 cm de largo, con un caparazón formado por placas transversales, cola larga, orejas grandes y uñas poderosas que le facilitan excavar la tierra para hacer sus cuevas “...y lo mesmo que el peludo enderecé pa mi cueva”, dice el Martín Fierro. Algo yo sabía de estos bichos gracias a mi compañero de banco en el viejo colegio de la calle Bolívar, Lucas Kraglievich, que heredaba la pasión y erudición de su padre, uno de los más reputados -junto con Florentino Ameghino- paleontólogos argentinos.
No puede escapar a estos recuerdos la personalidad de Don Pedro, que regenteaba todas las actividades rurales de La Blanqueada. Trabajador hábil y honesto, hacía de todo: baquiano en arrear, domar, pialar a la payanca y atrapar avestruces con boleadoras que él mismo fabricaba con piedras redondas recubiertas con cuero crudo.
La caza de “peludos” y “mulitas” era cosa corriente entre la gente de campo, pues su carne les resultaba tierna y exquisita (y sobre todo barata). Se los cazaba de varias maneras. Don Pedro, por ejemplo, solía cazarlos de noche y de una forma singular: encandilaba al peludo con una linterna y luego le pisaba el lomo para inmovilizarlo; más tarde, tras lavarlo y adobarlo, Martina, su mujer, los asaba en su propia caparazón en el horno de barro.
Con ayuda de galgos se detectaban sus cuevas, que emanan olores y sonidos inconfundibles. Luego, se excavaba la tierra con palas hasta ubicarlos y se los capturaba por la cola, no sin esfuerzo, pues la resistencia del animal es enorme.
Guillermo Hudson, en “Allá lejos y hace tiempo”, nos habla de ésto. Quizá, por desconocimiento de términos campestres (para su idioma inglés), como mulita o tatú, Hudson aplica la palabra “armadillo”: “Cuando un armadillo empezó a cavar vertiginosamente para escapar, enterrándose en el suelo, para capturarlo lo agarré de la negra cola de hueso con las dos manos y empecé a tirar tratando de sacarlo. No lo pude mover. Siguió cavando con furia, entrando más y más profundamente dentro de la tierra. Pronto me di cuenta que en lugar de sacarlo yo, él estaba arrastrándome detrás de sí, me sentí herido al pensar que un animal no mayor que un gato iba a vencerme en un asunto de fuerza. Me vi forzado a largarlo”.
Muchas veces, durante nuestras cabalgatas, se avistaban estos mamíferos atravesando senderos o lugares abiertos. Hilario, hijo de don Pedro, tenía la habilidad de cazarlos directamente con sus brazos y cuando se le escapaban se arrojaba como el arquero de fútbol lo hace hacia la pelota a ras del suelo. Otra modalidad: si el paisano iba cabalgando y los descubría, sin apearse les arrojaba su “guacha” (rebenque de mango corto y lonja ancha) con llamativa puntería: tras el impacto, el peludo o el tatú quedaban paralizados. No sólo con fines gastronómicos los caza el hombre de campo: también utiliza su caparazón para la fabricación de charangos.