Los encargados de llevar adelante la faena deben ser avezados en el manejo de los cuchillos
Lo trajo atado sobre el lomo de la mula Tuerta. Los ollares moqueando, resoplaba. Pedro se apeó, con ademán preciso arrancó al cordero de su montura echándoselo al hombro.
En la ramada los peones consumían el tiempo entre taba, vino y mate. El hombre trataba con afán de sofocar los sacudones de la víctima, que se resistía mientras balaba entrecortadamente. El instinto le presagiaba la muerte. –¡Vení, Zenón!, dame una mano.
Zenón se sumó al forcejeo y lograron dominarlo. Le metió una rodilla en el cogote, el otro sujetó las ancas, le estiró el hocico y el largo cuello ya esquilado quedó tenso. Los ojos del ovino querían huir de las órbitas. El terror se dibujaba en el vidrio turbio de sus pupilas. Pupilas empañadas de lágrimas, polvo y miedo. Los ollares chorreaban un agua viscosa, mezcla de moco, saliva y tierra. El corazón le tronaba en el pecho.
Pedro desenvainó el cuchillo. La hoja brilló. Pulida; muy pulida. Filosa; muy filosa. Su mano diestra dibujó un tajo en el cogote del cordero. Un balido desafinado taladró los oídos de la Tuerta en el redil; reculó espantada y relinchó. ¡Culo!, gritaba en ese instante la garganta embriagada de Julio desde el alboroto de los tabeadores. La hoja filosa cercenó la yugular. Un chorro de sangre cayó en un recipiente que los perros con ánimo festivo olfateaban y lamían. Cinco temblores sacudieron el cuerpo del degollado en protesta a lo irreparable. Luego lo colgaron de un gancho. El animal, ya sin vida, se mecía cabeza abajo.
Pedro puso el filo del cuchillo, mojado y encenizado, de canto sobre la superficie lisa de una piedra y presionó la hoja deslizándola con maestría. Garabateó chicotazos en el vacío, sonaron como cuerda tensa. Estaba a punto. El cuerpo del lanar se ofrecía pleno. El hombre hundió dos dedos en el agujero del cogote, como pinza, para que el arma blanca abriera la incisión. La cuereada se había iniciado. El puñal, acostumbrado y dócil, se deslizó desde abajo hacia arriba rasgando el cuero. Brotó un sendero blanco de grasa y los márgenes se abrieron. Metió cuchillo separando con tajos certeros el cuero de la carne. Conocía la consecuencia y la profundidad de cada incisión. Luego embestía con el puño hacia adentro, entre uno y otro, despegándolos. Tenía los nudillos rojos de tanto empujar.
Mientras tanto, Zenón cuereaba con optimismo las extremidades. Dibujó tajitos a lo largo como si pespunteara al condenado. Finalmente, juntos arrancaron el cuero de un tirón. El cordero quedó desnudo.
Pedro se tomó un descanso. Bebió agua de una botella tapada de tierra y caliente. –¡Qué es esto! ¿No hay un hielo miserable en este rancho? ¡Prefiero un tinto! –y se prendió de una damajuana, cuando vio a don Leónidas tensando las cuerdas de su guitarra. –¿Y maestro? ¿Para cuándo esa chacarera?
Los dedos nudosos del maestro cantor empezaron a rascar con delicadeza las cuerdas dormidas. La garganta del gaucho beodo entonó una copla llorona.
Pedro afiló el cuchillo nuevamente y se preparó para abrir el vientre del animal. Un tajo obsceno desnudó bofes, achuras y demás órganos. Los perros del vecindario se peleaban por el desperdicio. Los llamaba el olor de la carneada. Con prolijidad de modista desprendió las tripas y las arrojó detrás del horno de pan, donde la jauría agradecida se anudó en feroz pelea. Separó el hígado y lo puso a resguardo de los animales. Los riñones quedaron en su sitio. Con la vesícula abordó un procedimiento cauteloso. No vaya a ser que se le rompa. Por último arrancó los bofes y los tiró al techo, donde una tribuna de gatos hambrientos esperaba un bocado. Un lunar negruzco se pintó en el cielo; nube de caranchos planeaba en círculos aguardando su turno.
Pedro y Zenón vaciaron al cordero y, satisfechos, se detuvieron a contemplarlo. En ese instante, la garganta embriagada de Julio gritaba otro "¡culo!"