La taba y las carreras de caballos despertaban el interés de quienes querían tentar a la suerte
Cuenta Godofredo Daireaux en su libro Recuerdos de un Hacendado, un caso que era frecuente en esos tiempos (entre 1930 y 1940) en los pueblos y campos de todos el país.
El dueño del almacén de ramos generales (donde se compraba tanto elementos para hacer comida como herramientas, útiles de trabajo, ropa, etc.) también solía ser pulpero con despacho de bebidas al final del mostrador, y a veces se alzaba una reja para separarlo del público y evitar así los desmanes. Pero el dueño del almacén a veces hacia de prestamista y de banco en esas soledades de la pampa donde todo era incierto.
El día que sucede el relato, un cliente vecino, Don Agustín, manda a un muchacho con una lista de compra y también una nota donde le pide prestados veinte pesos. Don Fulánez (como llamaremos al almacenero-pulpero) duda, Don Agustín tiene mucha deuda, pero recuerda que los domingos se reúne toda la familia a almorzar en lo de Don Agustín, y por eso le fía la mercadería y le presta los veinte pesos. Anota todo en la libreta de hule negro con fecha e intereses. Eso sí, le advierte al muchacho que esa "es la última vez", como tantas otras veces.
No habría pasado ni media hora cuando entró al almacén Don Benjamín con cara muy compungida y le dijo de frente: "Mi suegra se está muriendo y necesito que me preste diez pesos para comprar remedios, por favor; juro que es la última vez que pido".
Don Fulánez Pulpero se resiste, argumenta, y después de un engorroso parlamento, le presta cinco pesos, haciendo gala de su sacrificio, de su magnificencia, y de lo mucho que debería agradecerle, y eso sí, "pronta devolución".
Don Fulánez supo desde que entró el cliente que la enfermedad de la suegra era fingida.
En cambio, Don Benjamín se fue contento, pensando que si la suerte lo favorecía, lo primero que haría sería saldarle la cuenta de la libreta al almacenero, ese sinvergüenza, exprimidor de pobres, aprovechador, usurero, y muchas otras cosas mas…
Mientras tanto todo el pueblo se preparaba para la fiesta del día siguiente, el domingo.
Los vecinos, peones, hacendados, jornaleros, puesteros y mensuales ya soñaban con la fiesta del día domingo.
Carreras de caballos no podían faltar, también habría juegos de sortijas, quizá se jugara al pato… y al mediodía asomarían las empanadas crujiendo de recién fritas, algún choricito quizá, y a la oración alguien desenfundaría una guitarra o un acordeón, y tal vez una chinita sacara un pañuelo y como por casualidad se iniciaría un valsecito, o una ranchera, como muy atrevido un tanguito…
Pero las carreras eran sólo el pretexto, el objetivo verdadero de la fiesta y de los concurrentes era jugar a la taba y soñaban con ganar unos pesitos.
Don Fulánez Pulpero formaba parte de la Comisión Organizadora, igual que el comisario y el director de la escuela –hombre muy serio–, pero de los otros dos se decía que eran socios.
Así que con el comisario en la fiesta se podía jugar tranquilo, como en una ruleta de pueblo veraniego.
Días antes de la fiesta, todos los trabajadores pidieron a los capataces, a los encargados o a los patrones un adelanto o un valecito para cambiar.
Todos soñaban con la buena suerte y ganar unos pesitos de arriba.
Gran sorpresa se llevó Don Fulánez cuando vio a Don Agustín apostar con sus veinte pesos, y a Don Benjamín perder escandalosamente sus cinco pesos.
Los más pobres fueron los primeros en ser volteados, en la rueda quedaron apostando los más ricos, que necesitarían muchas vueltas para ser volteados.
Eran pobres pesos los que se jugaban, pero estaban condenados al matadero, cuando bien se hubieran podido emplear en mejorar la vida de la familia.
El juego siempre fue la perdición en el campo argentino. Se jugaron estancias, tropillas, manadas, todo era poco cuando la pasión por el juego los consumía.
Pero volvamos a la fiesta. Don Benjamín era testarudo, y a pesar de que se disculpó diciendo que se suegra se había sanado, insistió en pedir otros cinco pesos que Don Fulánez le negó categóricamente.
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