Cuando hablamos del Día de la Tradición, hablamos de tradición gaucha, del legado de valores, usos y costumbres que un hombre, desde el exilio debido a las luchas políticas, comenzó a escribir en versos, para que años después el mundo reconociera al gaucho como arquetipo de la argentinidad. Nadie desconoce esa figura icónica, en ninguna parte del mundo.
Ese hombre fue José Rafael Hernández, de quién Carlos Alberto Leumann dijera que su vida "no soporta resumen". Acaso por la incesante labor que realizó en favor de la cosa pública, con honestidad y patriotismo.
Pero ¿en el Día de la Tradición debemos hablar de Hernández o del gaucho? Acaso la respuesta la haya dado él mismo en 1881: "Por asimilación, si no por la cuna, soy hijo de gaucho, hermano de gaucho y he sido gaucho. He vivido años en campamentos, en los desiertos y en los bosques, viéndolos padecer, pelear y morir; abnegados, sufridos, humildes, desinteresados y heroicos".
Nació el 10 de noviembre de 1834 en la chacra de su tío Juan Martín de Pueyrredón, en lo que se llamaba El Caserío de Perdriel, ahora partido de Gral. San Martín. En el hoy Museo José Hernández-Chacra Pueyrredón, un retoño del ombú de aquellos tiempos, es único testigo vivo de aquel momento.
Formado en el campo, junto a su padre, quien fuera administrador de dos estancias de Rosas, supo siempre de las actividades del gaucho, las que con ellos realizaba, aprendió a comprenderlos, por eso, escribe El Gaucho Martín Fierro, aparecido en 1872, como una denuncia contra el maltrato y la persecución que sufrían aquellos hombres, formadores de una verdadera clase social no reconocida.
Si bien El Fierro es una ficción, ha servido, a través de los tiempos, como una descripción certera de la vida del gaucho; despreciado, perseguido y confinado en la "ratonera" que era el fortín de la frontera, a merced del indio, con pocas posibilidades de supervivencia.
Denuncia Hernández ese maltrato, ese desprecio, acaso por no soportar, jueces de campaña y estancieros poderosos, la autosuficiencia de un hombre que con su caballo, su cuchillo, lazo y boleadoras, podía vivir sin ellos, haciendo de su apero su casa, de sus caronas su techo y su piso, y de su poncho y matras su abrigo.
La vuelta de Martín Fierro, segunda parte del poema, la escribió Hernández en 1879. Allí, sabedor de que muchos no entendieron la denuncia de la "Ida" (así se llama a la primera parte) y la tomaron como la vida real del gaucho; un ser pendenciero, cuchillero y refugiado en los toldos del "infiel", aprovechó para poner las cosas en su justa medida; aparecieron los hijos que había perdido, y una vez reunidos, los aconseja para que sean hombres de bien, no sin antes haber relatado sus penurias: la cárcel para uno y la tutoría del Viejo Vizcacha para el menor.
Es con el extraordinario poema que Hernández restaura la figura del gaucho aquel de los orígenes, que a fines del siglo XIX se estaba diluyendo, tanto que Lucio V. Mansilla lo comenzaba a llamar "paisano-gaucho".
Sin Hernández no habría vocación por la memoria del gaucho, y sin la ayuda de Leopoldo Lugones, en su conferencia del Teatro Odeón, en 1913, no habría sido aceptado por la clase "culta" y política de Buenos Aires.
Por lo aquí expuesto, celebramos el Día de la Tradición. Por lo aquí expuesto, muchos de aquellos conciudadanos de su época creían, de alguna manera, que Hernández era Fierro. Tal vez por eso, al otro día de su muerte, un periódico tituló: "Ayer murió el senador Martín Fierro".
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