El mes pasado se cumplieron treinta años de su muerte; su voz suena aún hoy personal, vigorosa y viva
El 1° de febrero se cumplieron treinta años de la muerte de Jorge Cafrune, tal vez la figura masculina de mayor repercusión y carisma en el folklore que eclosionó en la década del sesenta. Su voz suena aún hoy como entonces: personal, vigorosa y viva. Y aunque puede recordárselo por un puñado de "clásicos" -algunos de los cuales él mismo instituyó como tales-, en verdad desarrolló un repertorio amplio y ambicioso.
Había nacido en 1937 en Perico del Sunchal, Jujuy. Era descendiente de sirio-libaneses acriollados, que habían adquirido hábitos y valores tradicionales hasta hacerlos propios. A su padre, recordaba el hijo, le gustaba cantar bagualas.
Están los que aseguran que volverse nativos es algo que no les fue difícil a los de esa colectividad, debido a lo moro que lo español incluye, presente en muchas señas culturales americanas y en la fisonomía de tantos. Recordemos que así lo vio Domingo F. Sarmiento en el gaucho. Cafrune, con su cara, su barba tupida y su ropaje, podía pasar por nieto de Fierro, de Güemes o del Chacho. Tanto es así, que un libro inglés dedicado a caballos y jinetes tiene una fotografía del cantor con el epígrafe de "gaucho argentino".
Radicado en Salta capital, Cafrune pronto mostró dotes para la guitarra y el canto y se sumó a la formación Las Voces del Huayra. Con ella dio los primeros pasos profesionales. Luego, a instancias de Ariel Ramírez, integró otra de mayor recuerdo: Los Cantores del Alba.
Pero resultaba evidente que su personalidad lo llevaría a ser solista. Alentado por el poeta Jaime Dávalos, en 1962 se presentó en condición de tal en el Festival de Cosquín, donde logró su primera gran repercusión. Supo devolver ese aliento dándoselo a otros, ya que a ese mismo escenario Cafrune hizo subir, tiempo después, a dos grandes figuras del género: Mercedes Sosa y José Larralde.
Genuino cantor del mejor repertorio urdido en el noroeste por creadores como Dávalos, Eduardo Falú, Manuel J. Castilla o Cuchi Leguizamón, supo, sin embargo, incorporar casi todos los géneros regionales argentinos y sudamericanos, desde la milonga al chamamé. Ni siquiera se ató a lo consabido en títulos y autores. Por ejemplo, llevó a la fama "Zamba de mi esperanza", de un desconocido Luis Morales, y se le animó a la tierna "Chiquillada" ("pantalón cortito, bolsita de los recuerdos ") del oriental José Carbajal, el Sabalero.
También grabó obras integrales. La primera de ellas, en 1965, fue "El Chacho, vida y muerte de un caudillo", con letras de León Benarós y música de Falú, Carlos Di Fulvio, Ramón Navarro y Adolfo Abalos. La segunda, del mismo Benarós, se tituló "La Independencia" y tuvo partituras de Di Fulvio, Abalos y Waldo Belloso.
El interés por lo histórico y lo patriótico lo mostró como un artista que concebía la canción folklórica no sólo como expresión de lo rural sino de un arte que debía contener todo lo genuinamente argentino.
En 1967 acometió una iniciativa que terminaba de evidenciar ese perfil nacionalista: la gira denominada "De a caballo por mi patria", con la que recorrió gran parte del país. De ella participó su familia e incluyó una logística de camiones con forraje y hasta una vaca lechera. Su intención no fue sólo hacer presentaciones, sino recabar información lugareña, filmar y tomar fotografías. Por cierto, le resultó desastrosa en términos económicos.
Una gira por Estados Unidos y España le ofreció la oportunidad de radicarse en este último país, donde logró aceptación. Regresó de allí en 1977 con la idea de ir a caballo desde Buenos Aires hasta Yapeyú para homenajear la figura de José de San Martín. El 31 de enero del año siguiente partió y en la misma medianoche una camioneta lo atropelló en Benavídez, partido de Tigre. Pocas horas después moría. Familiares y amigos -habida cuenta de que el hecho no fue satisfactoriamente aclarado- sostuvieron que se trató de un atentado encubierto como accidente. La sospecha se basó en desavenencias que el cantor había manifestado con el gobierno militar.
Por entonces, Jorge Cafrune tenía cuarenta años de edad. Como dijo el poeta respecto del imaginario Juancito Caminador, la suya fue "corta vida y larga andanza".
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