Ante el próximo tratamiento del proyecto de Ley de Fomento Agroindustrial, no puedo dejar de manifestar mi preocupación y, tal vez siendo más preciso, mi frustración por las oportunidades perdidas. La relación de intercambio para la Argentina viene evolucionando positivamente desde hace dos décadas. Siguiendo al índice de precios de alimentos de la FAO, en términos reales nos encontramos en los valores más altos de los últimos 60 años. Desde 2020 este índice se incrementó en un 66%.
Sin embargo, las respuestas de la producción y nuestras exportaciones han sido más bien modestas. La superficie sembrada de los principales cultivos solo se incrementó un 2,89% en los últimos dos años, y los volúmenes exportados respecto a 2019 no tuvieron variación alguna (datos de la BCR). En Brasil, por citar a un país de la región, la superficie conjunta de maíz y soja se incrementó un 10% en el mismo periodo.
Evidentemente, existen algunos factores que atentan contra el crecimiento de las cadenas agroindustriales a pesar de tamaños incentivos en los precios internacionales. También es bastante evidente cuáles son estos factores limitativos: tipos de cambio múltiples con brecha creciente, una carga fiscal cada vez más pesada, falta de inversión en infraestructura y altos costos de logística, incertidumbre macroeconómica y alta inflación, permanente falta de previsibilidad, etc.
Cabe la pregunta entonces si este proyecto podrá más que compensar el efecto de estos factores limitativos y, si a partir de ello la agroindustria desplegará todo su potencial creciendo en inversión, producción, exportaciones y empleo. Me permito dudar.
El proyecto tiene objetivos ambiciosos pero las herramientas y beneficios que propone para alcanzarlos no generarían los resultados que se esperan obtener. Más allá de algunos puntos positivos que beneficiarían a algunas cadenas más que a otras, como el caso del revalúo ganadero, el conjunto de medidas propuesto ni siquiera parece un plan.
Si bien la amortización acelerada y los certificados fiscales sobre ciertos gastos (fertilizantes, semillas, genética y sanidad ganadera) influirían positivamente en el flujo proyectado de una inversión, no serían tan incidentes en la valoración como disparadores de decisiones en el marco de una ley cortoplacista que regiría en forma cierta solo hasta 2025.
Más bien, sería estratégico apuntalar con herramientas más potentes a ciertas actividades específicas, como por ejemplo el riego agrícola. Esto apuntaría a fortalecer estructuralmente los sistemas productivos, mejorando la economía de los productores, e incluso aportando a la estabilidad macro del país vía un ingreso más estable de divisas. En este sentido, se podría considerar un proyecto que hemos presentado con algunos diputados, que apunta a pasar de 2 a 6 millones de hectáreas irrigadas, en línea con la propuesta de la FAO, y que contempla una evolución con resultado fiscal positivo.
Por otro lado, este proyecto así planteado acrecentaría la burocracia y no daría certidumbre respecto a los beneficios aspirables, por ser definidos estos vía cupos presupuestarios. Este esquema está visto que no funciona, tal el caso de la Ley 25.080 de promoción de bosques cultivados cuyos beneficiarios quedan a la espera en forma indeterminada, y sujetos a total discreción, de la recepción de los beneficios.
Además, el proyecto contempla facultades discrecionales en exceso, dejando muchas definiciones centrales a criterio de la autoridad de aplicación. Esto tiene como consecuencia el debilitamiento institucional de la política pública.
Considerando lo analizado, me inclino a pensar que este proyecto podría terminar siendo un parche para los problemas de fondo, y que todo concluya en meros anuncios rimbombantes. Para explotar todo nuestro potencial agroindustrial debemos desatar la genuina vocación por la inversión de riesgo y la innovación tecnológica que posee el campo argentino.
El autor es diputado nacional por la provincia de Corrientes (Juntos por el Cambio)
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