El destino de los capturados por los indios, en su incursión en las estancias, cambiaba de rumbo en las tolderías de tierra adentro
En la historia de la guerra contra el aborigen hubo pocas experiencias más dramáticas que la de los cautivos. La escena se repitió casi sin variantes durante los siglos de lucha fronteriza.
Después de cada malón, los indios se llevaban consigo no sólo los ganados de las estancias, sino también un grupo de hombres y mujeres para los cuales comenzaba una nueva vida: una vida entre sus captores, allá, en las lejanas tolderías de "tierra dentro".
Capataces de estancia, arrieros, viajeros que se aventuraban por caminos peligrosos, esclavos, negros y mujeres de toda condición, indios santiagueños conchabados como peones en los campos de la frontera...
La lista de los sectores que aportaron cautivos a la sociedad indígena era más amplia de lo que podría creerse y no todos fueron blancos, como se ve, aunque los araucanos los preferían de tez pálida y ojos azules, especialmente si eran mujeres.
La vida entre aborígenes
¿Qué tareas realizaban los cautivos en las tolderías? Lucio V. Mansilla las sintetizó muy bien en su célebre "Excursión a los indios ranqueles": debían lavar, cocinar, cortar leña con las manos, hacer corrales, domar potros, cuidar los ganados y servir "de instrumentos para los placeres brutales de la concupiscencia".
Pero, además, los cautivos cumplían otras funciones en la sociedad indígena. Eran ante todo objeto de comercio intertribal. Había, en efecto, intercambio entre las distintas etnias aborígenes. También eran empleados como baqueanos y mensajeros.
Otras veces jugaban un papel importante en la diplomacia india, pues los enviaban a rescatar como signo de buena voluntad y prólogo de las paces que firmaban, de tanto en tanto, con la sociedad hispanocriolla.
El rescate de cautivos fue una liturgia central en la historia de las relaciones fronterizas. Para los cristianos era el momento dramático en que recuperaban a sus seres queridos. Para los indios era un negocio: a cambio de una serie de bienes y productos se avenían a devolver al cautivo a su sociedad de origen.
Así, en 1779, por el rescate de una cautiva, los blancos entregaron a los indios tres mantas de una bayeta, sombreros, lomillos, estribos, espuelas, un pellón de sal, tres ponchos, cinco caballos y cincuenta yeguas.
En algunas tribus, los cautivos formaban verdaderas comunidades y podían así conservar su lengua y su identidad. Además, difundían entre los aborígenes algunos rasgos de la cultura hispanocriolla.
Las cautivas, especialmente, introdujeron en la cocina indígena comidas de origen criollo. En los toldos ranquelinos, Mansilla fue invitado a comer unos pastelitos preparados por una de ellas.
Rara vez eran llevados los cautivos a los malones. Frente al riesgo de la fuga o la deserción, la mayoría quedaba en la toldería.
Todo intento de escape era severamente castigado; peor para los hombres. A pesar de ello, era frecuente que, ante la menor oportunidad, los prisioneros buscaran liberarse.
El camino hacia la frontera era duro y solitario, debían soportar hambre y sed.
Para sobrevivir, los cautivos fugitivos comían peludos o huevos de avestruz y juntaban el agua llovida en la carona de su recado para aplacar la necesidad de líquido.
No faltó cautivo que, para no morir deshidratado, mojara su poncho en los pastos humedecidos por el rocío y luego lo chupara desesperadamente con sus labios resecos.
Una vez en la frontera y reintegrado a la sociedad de origen, el ex cautivo encontraba rápidamente una salida laboral: era contratado como lenguaraz -una especie de traductor de la lengua de los aborígenes- o como baquiano.
Blas de Pedroza, que permaneció cautivo entre los indios del cacique Anteman, no tuvo mejor idea, a principios del siglo XIX, que abrir un hotel para indios en plena ciudad de Buenos Aires y ofrecer a las autoridades el servicio de espionaje a cambio de recibir el favor oficial.
Fidelidad al hogar
El destino de la mujer cautiva fue muy distinto. Convertidas en esposas o concubinas de los indios, formaron familia en los toldos. Los vínculos afectivos arraigaron a muchas de ellas en la pampa, por lo que ya no quisieron volver.
Regresar, ¿para qué?, ¿para ser despreciadas por haber vivido y procreado entre los indígenas, entre los bárbaros?
En La Cautiva, el poema de Echeverría, Brian no deja de despreciar el pasado de María, la cautiva de sus amores.
Algunas de las mujeres que convivieron con los indios, a pesar de todo, retornaron a sus hogares. Sin embargo, con el tiempo, muchas optaron por desandar el camino y reencontrar la familia que habían abandonado.
Tal es el caso de Bernarda, a quien los indios "la llevaron pequeña y aunque después la rescataron sus parientes, con un hijo que ya tenía, se volvió a los mismos indios", señala un antiguo documento.
La vida de los cautivos refleja la complejidad y el dramatismo de la historia de nuestras relaciones fronterizas con los indios, una historia que, desde este punto de vista, recién está empezando a escribirse.
El autor es historiador e investigador principal del Conicet.
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