Hace cinco años una asociación que reúne a representantes de toda la cadena de uno de los principales productos agropecuarios del país realizaba proyecciones a 2017. Incluía proyecciones de producción, exportaciones y utilización del producto por industrias transformadoras. Estas eran ambiciosas pero no irreales: por un lado, la demanda mundial se expandía, lo que llevaba a la apertura de mercados internacionales y a que los precios de los alimentos aumentaran; por otro, la oferta del país tenía un gran potencial tanto por sus atributos naturales como por su capital humano y organizacional. Así, se preveía que en los siguientes 10 años la superficie sembrada del producto se incrementaría en un 10% anual, en tanto que la producción se incrementaría en un 14% anual. La cantidad de exportaciones primarias se expandiría un 11% anual y el uso interno un 17%, gran parte del cual sería destinado a producir otros productos alimenticios y energéticos que se exportarían, incrementando el valor agregado de las exportaciones y extendiendo las cadenas de valor.
¿Qué sucedió desde 2007 hasta el presente en esa cadena? ¿Estamos en camino de cumplir esas proyecciones? Llamativamente el área sembrada del producto creció a la tasa prevista: 10% anual. No así el resto de las variables. La producción creció a un 7%, las exportaciones primarias a un 4%, y el uso interno del producto a sólo un 9% anual. El valor agregado de las exportaciones no aumentó y apenas se extendieron las cadenas de valor. ¿Por qué? Como en el caso del resto de la economía, la baja performance se puede atribuir en parte a la volatilidad externa. Sin embargo, la demanda mundial del producto y sus derivados sigue siendo fuerte y los precios altos, lo que indica que gran parte del problema es de política económica interna.
Justamente en el documento de 2007 se indicaba que las proyecciones eran razonables si se implementaba determinado conjunto de políticas: eliminar restricciones cuantitativas a las exportaciones, fomentar mercados competitivos y transparentes, construir infraestructura de todo tipo, acceder a financiamiento internacional para las inversiones, reducir los derechos de exportación que imposibilitan la producción en zonas marginales, etcétera. En los últimos cinco años el Gobierno ha implementado políticas que van más bien en la dirección contraria.
Lo llamativo del caso es que existe gran consenso sobre las políticas a implementar, en línea con las propuestas por aquella asociación. Son las políticas promovidas por la Mesa de Enlace, pero también por los trabajadores del sector (Uatre), por múltiples asociaciones de productores agroindustriales (desde transformadores, alimentarios y muebles hasta maquinaria y fertilizantes), por las facultades especializadas de universidades públicas y privadas. Incluso la burocracia gubernamental especializada en temas agropecuarios, del INTA, del Senasa o del Ministerio de Agricultura, parece estar de acuerdo. Más aún, el PEA2 (el plan oficial del Gobierno para el sector) parece estar pensado en sintonía con aquellas políticas. Es cierto que el PEA2 no explicita una sola política para alcanzar las metas que propone a 2020, pero está claro que será imposible alcanzar esas metas sin una inversión espectacular en infraestructura, sin una extensión de los horizontes de planeamiento por menor inflación, sin políticas de comercio exterior e impositivas menos antagónicas con el sector.
Esto nos deja un interrogante: dado ese nivel de consenso, ¿cómo puede ser que una democracia representativa no implemente esas políticas? La respuesta está, creo yo, en la famosa calidad institucional. Dejaremos para una próxima nota el desarrollo de esta relación, pero mencionaremos tres pilares clave de esa calidad: la capacidad y profesionalización del Congreso Nacional, la independencia de la Justicia, y la independencia y profesionalización de la burocracia administrativa.
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