La nueva edición del libro La Guerra del Paraguay, de Miguel Ángel de Marco, también refleja cómo los hombres de campo participaron del conflicto armado
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Octavio R. Amadeo en sus Vidas Argentinas memora de este modo a los hombres que evoca este Rincón: “Y van los gauchos, la carne de cañón, los que marcaron con sus huesos todas las rutas militares de la República, para conquistar la independencia, la libertad y el orden, para contener al indio y ocupar el desierto: las glebas dolientes de los gauchos que vivieron ignorados y se fueron en silencio”.
Un colaborador de LA NACION, el doctor Miguel Ángel De Marco, acaba de publicar la sexta edición corregida y aumentada de su libro La Guerra del Paraguay, que apareció en 1995. Conocedor de esta temática desde sus primeros trabajos siendo un adolescente, analiza a través de doce capítulos, las circunstancias del conflicto, el entramado diplomático, el papel de los responsables en cada país, las batallas y la vida cotidiana, la justicia, el armamento, la asistencia espiritual, la sanidad y el regreso.
En algunos casos con nombre y apellido salen nuestros hombres de campo, como el estanciero de Corrientes don Martín de Sarratea que puso a disposición del presidente Mitre “su persona y sus bienes en esa provincia”, en la que calificaba de “estúpido mandón” a Solano López.
Otro era el apodado “inglesito” Ignacio H. Fotherigam, que habría de ser un destacado general del ejército, pero que ex guardiamarina de la armada británica, se desempeñaba como trabajador rural en los campos de los Terrero. Vendió el muchacho sus pocas pertenencias y cabalgó con dos amigos hasta Concordia para unirse a las tropas. Recuerda al general brasileño Manuel Osorio “tan simpático a los argentinos por ser gaúcho de Rio Grande do Sul y por tanto hombre de a caballo y de costumbres muy similares a la gente de campo de esta tierra”. O aquellos valientes del batallón San Nicolás, como Gregorio Moricante Badía cuya foto ilustra la nota, que volvió al pago de los Arroyos, fue aguatero y vivió en un humilde rancho hasta el fin de sus días con una mínima pensión que le otorgó el Concejo Deliberante local.
Con crudeza, no deja de mencionar a los sentenciados por diversos delitos que eran enviados desde la cárcel a engrosar los batallones de infantería y caballería, “no importaba que se tratase de sujetos peligrosos, habituados a dirimir cualquier cuestión a punta de cuchillo, llenos de mañas y vicios, que, como suele ocurrir en las cárceles, terminaban trocando a los paisanos inocentes y buenos en pendencieros y desalmados”.
Las milicias correntinas al mando del general Nicanor Cáceres, “temible y temido en su provincia a quien los Madariaga habían apodado gaucho-malo”, combatían con sus propios caballos y trajes particulares, ante la falta de uniforme. Pero cuidado, que hasta “los jefes y oficiales carecían de carpas y hasta de suficientes ponchos, y la tropa no poseía ninguno”.
Un batallón marchaba desde Salta al mando del coronel Aniceto Latorre, quien desde Santiago del Estero solicitaba auxilio para su llegada a Córdoba, en estos términos: “Estos infelices marchan con tanto entusiasmo y abnegación, a pesar de su extrema desnudez y miseria, pues la ropa que se les dio en Salta ya se ha concluido, lo mismo que el calzado”. Y agregaba para honor de estos paisanos: “Voy muy contento viendo como digo a V.E. la alegría y conformidad de estos soldados, pues es edificante, y creo que sólo llegaré con la falta de los que por enfermos no pueden marchar”.
Numerosas referencias pueden encontrarse sobre nuestros gauchos y sus costumbres. Junto con otros trabajos suyos el autor podría publicar con tan buena pluma, una antología de ellos y los hombres de campo en nuestras guerras. Muy interesante es la carta en la que el generalísimo Mitre se quejaba al vicepresidente Marcos Paz, porque se le habían remitido unos pantalones en lugar de bombachas para los batallones de línea. Argumentaba que esta prenda “era el tipo del uniforme de nuestra infantería” y no se la debía haber cambiado: porque es más cómoda para las evoluciones y da más soltura a los movimientos del soldado; tiene más duración y sale en consecuencia más barata…”.
De Marco, gran conocedor de nuestro pasado, rescata las palabras de Nicasio Oroño en el recinto del Viejo Congreso cuando recordó cómo se formaron nuestros ejércitos: “Es sabido, señor, como se hacen soldados entre nosotros. Se arrebatan de sus casas a los pobres paisanos, cuyo delito es haber nacido en la humilde condición de gaucho, para llevarlos a servir sin sueldo, desnudos, y muchas veces sin el alimento necesario; y cuando logran escapar de la cárcel, porque para ellos el campamento es la cárcel, y son aprehendidos, se les devuelve en azotes las horas de libertad que han ganado”. Digno recuerdo a una epopeya y a nuestros gauchos en estas páginas que la editorial Virtudes ha tenido la feliz idea de reeditar.
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