Desde muy joven, Carlos Curone lleva adelante un oficio que lo marcó profesionalmente y por el cual es reconocido: cabañero ganadero
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Con el pecho inflado, Carlos Curone, de 64 años, recuerda orgulloso los más de 47 años como cabañero de razas vacunas. Nacido en Necochea, provincia de Buenos Aires, este hoy amante de las vacas y la genética llegó casi por casualidad a la actividad que desarrolló a lo largo de toda su vida.
Cuando tenía 8 años, su padre, que trabajaba en Vialidad de la provincia, fue trasladado a Benito Juárez, donde había un campamento que tenía seis hectáreas. Allí se instaló con toda la familia y Curone cursó la escuela primaria. Sin embargo, cuando tuvo que comenzar la secundaria, hizo caso omiso a seguir estudiando y empezó a trabajar, a hacer changas de lo que surgiera en el pueblo.
“Un día, los vecinos de alrededor de mi casa, que no tenían gente que les recorra la hacienda y les abra los molinos, me pidieron si podía darles una mano y así empecé. Siempre, cuando precisaban para trabajar, me llevaban a la manga para ayudarlos”, cuenta a LA NACION mientras se lleva adelante la 80º Exposición Angus Indoor en el predio de la Sociedad Rural Argentina.
Pasó un tiempo y surgió la posibilidad de trabajar temporalmente en un frigorífico de liebres de la zona. Durante la temporada de caza, trabajaba en el turno noche, de las 7 de la tarde hasta las 7 de la mañana del día siguiente. Incluso, a veces realizaba unas horas extras, cuando llegaban los camiones para cargar las cajas que iban a Alemania.
Una tarde, cuando ya tenía 16 años, llegó a la planta un hombre que era el acopiador del frigorífico, que andaba recolectando las liebres en su camioneta y se desempeñaba, a su vez, como inseminador. En una charla, le propuso por tres meses ser su ayudante en las diferentes cabañas donde él ofrecía su servicio.
“Él sabía que a mí me gustaba el campo y me ofreció llevarme. Me fui a trabajar a una cabaña a 25 kilómetros de Benito Juárez, donde durante tres meses dormimos en una casilla junto a la manga, de octubre a diciembre. Yo estaba feliz”, dice.
Una tardecita, por el 20 de diciembre, el dueño de la cabaña lo llamó para hablar. “Qué habrá pasado”, pensó. Sentado en el escritorio de la casa frente a frente, el hombre le ofreció quedarse como encargado del campo.
“Me agarró por sorpresa. Me dijo que notaba cómo me gustaban los animales‚ que tenía mucha paciencia. Era una cabaña muy chiquita. No sabía qué hacer, tenía 16 años. Esa misma noche me fui a mi casa y le pedí un consejo a mi padre: fue claro y conciso, me dijo que si me sentía seguro, si me gustaba, que le meta para adelante. ‘Sos muy joven, vas a tener tiempo para caerte y levantarte de nuevo, muchas veces’, me aconsejó y eso me quedó grabado”, describe.
Al otro día volvió al campo y arrancó su vida vinculada a la actividad de cabaña. “Fue por casualidad, porque si no hubiese aceptado ese trabajo y me hubiese quedado en el frigorífico, otra hubiese sido mi historia. Con el correr del tiempo fui aprendiendo de la gente que sabía y que generosamente me quiso enseñar”, detalla.
Allí estuvo tres años y después se trasladó a otra cabaña Angus en Pergamino, llamada Oro Negro. Lo hizo por otros tres más. A partir de allí, las propuestas nunca más faltaron y a finales de 1982 decidió levantar campamento y dirigirse a la cabaña Tres Marías en Benito Juárez, más cerca de su familia y para seguir enriqueciéndose en sus conocimientos.
“Tuve la suerte de siempre tener propietarios que me dieron la posibilidad de crecer y después de gente muy buena que me ayudó siempre. Miraba y buscaba seguir aprendiendo para no quedarme estancado. Esto es una pasión, esto si no se hace con mucho esfuerzo no se puede hacer, porque dejamos muchas cosas de lado. En la cabaña necesitás andar permanentemente”, subraya.
Otros tres años pasaron y salió la oportunidad de trabajar en la cabaña El Cerro, donde estuvo por casi 17 años. Después se fue a la cabaña Don Benjamín, en Sierra de la Ventana, y luego llegó a Terragarba. La muerte de su padre, en 2000, lo llevó a querer estar más cerca de su madre y así poder acompañarla: así aterrizó en la cabaña El Volcán, en Balcarce, donde desde ese entonces trabaja.
Aun en su retina y en su corazón están guardados sus primeros pasos por la pista central de Palermo en 1977. “Con 17 años, vivir un momento así no me lo olvido jamás. Vinimos con tres animales y yo no sabía lo que era Palermo y en esa época era otro Palermo. Veníamos a las 2 y media de la mañana, con las camas de arena. Y a pesar que con los tres animales cerré la tranquera, fue hermoso para mí esa primera experiencia. Ya el segundo año que presentamos nos fue un poquito mejor. Después continué viniendo con las distintas cabañas y conseguimos grandes campeones”, relata.
Solo le queda un año para jubilarse. Sin embargo, sabe que aun le queda resto en el tintero para seguir escribiendo historias dentro de la ganadería argentina porque su pasión está intacta. Esa que pudo transmitir a su hijo Juan Pablo, quien sigue sus pasos como cabañero.
“Fueron lindas etapas de empezar a tener los triunfos propios, porque la satisfacción más grande de una persona que trabaja en la cabaña es que todo el trabajo que uno hace en el campo se vea y se luzca en la pista. Para el que realmente lleva la pasión adentro es muy doloroso cuando no podés entrar a pista con el animal que cuidaste tanto tiempo. Lo veo ingrato, siempre lo vi ingrato que al cabañero que cuida ese animal, se lo saquen y sea otro el que lo entra a la pista. Esto es como un equipo de fútbol, podés tener el mejor asesor, el mejor cabañero, pero si no tenés un grupo de gente bien armado, no llegás a nada”, remarca.
“Tengo intenciones de seguir haciendo algo pero externo, pero quiero aflojarle un poco, ya tengo la propuesta de la familia de El Volcán. El apoyo de mi familia todos estos años fue fundamental, donde por el oficio los años fueron pasando y me fui perdiendo la infancia de los hijos. Si bien no disfruté mis hijos, ahora quiero disfrutar a mis nietos”, añade.
Tras casi cinco décadas preparando y cuidando animales, se siente un afortunado de la vida, donde la suerte de la taba lo acompañó siempre. Por eso, desde hace tiempo busca devolver algo de su saber a los más jóvenes, a los que vienen atrás. “Es una satisfacción para mi cuando veo a los chicos que estuvieron conmigo, que crecieron, hoy están al frente de cabañas, triunfando, entre ellos mi hijo. Es un orgullo para mí”, finaliza.
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