Rubén Jerez es de Villa Atamisqui, en el sur de la provincia de Santiago del Estero, y cada septiembre se traslada hasta la provincia de Buenos Aires para esquilar ovejas
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Tenía 15 años cuando a Rubén Jerez le dieron la oportunidad de esquilar por primera vez una de las últimas ovejas de la majada y así poder aprender. Lo recuerda bien porque ese 24 de septiembre era su cumpleaños y su padre le permitió hacer su debut en el oficio, tras desempeñarse un tiempo como agarrador de los animales.
Desde ese entonces, hoy con 44, todas las temporadas viaja de su Santiago del Estero natal por alrededor de dos meses para hacer la zafra de lana ovina en la provincia de Buenos Aires, específicamente en la zona del partido de Castelli y alrededores; donde cada año que pasaba iba tomando baquía para esquilar.
“Soy esquilador desde que soy chico, mi padre me ha enseñado el oficio. Era un gran trabajador que en un principio recorría durante varios meses al año por las diferentes estancias del sur del país. Después comenzó a venir a la provincia de Buenos Aires y de a poco se hizo de clientes y dejó de ir al sur. En un principio acá también había grandes cantidades de ovejas, luego las majadas se fueron achicando, aunque ahora estamos viendo que la gente está volviendo a criar el ovino en los campos”, cuenta a LA NACION.
Desde ese tiempo nunca más paró. Todos los años, a mediados de septiembre, a unos 10 kilómetros de Villa Atamisqui, a sur de la provincia, sobre el río Dulce, Jerez prepara su viaje hacia Buenos Aires. Recorre esos 1200 kilómetros que lo separan de la localidad de Castelli, donde alquila una pieza y allí hace su base.
En el pequeño campo familiar de 70 hectáreas vive junto a su mujer y sus hijos en una casa contigua a la de su madre. Allí crían unas 50 vacas y unos 100 chivos. En su provincia el trabajo nunca abunda, solo son changas las que se consiguen. Por eso tiene claro que, para seguir parando la olla, debe salir en busca del sustento.
Este 2022 se alistó como de costumbre. Sacó el boleto de colectivo y, junto a dos compañeros, emprendió la larga travesía. Sin embargo, este año iba a ser distinto: las ganancias de 2021 lo hizo tener un buen colchón y pudo, por fin, comprar su propia máquina y no tener que alquilar como siempre. Esta vuelta solo tuvo que alquilar la camioneta para moverse por los diferentes campos.
Recientemente, la cuadrilla llegó temprano a un establecimiento ubicado en la desembocadura del río Salado. Allí ya lo estaban esperando en los corrales, con la majada encerrada, el propietario y el capataz del campo. Bajaron las herramientas y sus pilchas y las acomodaron debajo de un viejo tala seco.
Mientras el más joven del equipo, Damián Villalba, se disponía a agarrar el primer animal, Jerez y Nelson Avellaneda prendieron el motor villa, con el que se pone en funcionamiento la máquina, cercioraron que los peines y la cortadora estén afilados y comenzaron la faena.
En una vieja lata de durazno vacía atada con alambre en lo alto de la máquina fueron colocando una a una “las latas” por cada oveja esquilada. Antiguamente, las “latas”, eran las fichas redondas hechas con golpes de un martillo que se utilizaban para pagar por cada oveja esquilada. Incluso en muchos establecimientos ganaderos llevaban la insignia del propio campo y eran aceptadas como moneda de cambio en almacenes de ramos generales de la zona. Cuando terminaba la zafra, el esquilador iba con ese manojo de fichas para cobrarse su paga.
Tras dos horas y media sin parar, fue tiempo de detener la marcha por 30 minutos: la pava puesta en el fuego al costado de la manga le permitió en su momento de descanso tomarse unos mates. También aprovecharon para poner la carne en el asador para el almuerzo del mediodía.
“Yo estoy a cargo de la máquina, de afilar con las piedras los peines y la cortadora y chequear que las poleas y el motor estén funcionando a la perfección”, describe.
Según relata, cuando están en campaña, no existen los domingos y feriados. Lo único que los detiene es el mal tiempo y, si bien este año la sequía está haciendo estragos en el sector, a ellos este escenario les permite avanzar en sus esquilas.
“En un primer tiempo era peón y trabajaba para otro, pero ya hace unos años me largué solo y ya tengo mi propia clientela. Este año son más de 40 campos a los que voy y siempre llaman nuevos. Soy muy responsable con mi trabajo y eso hace que me recomienden: cuidar los animales y no lastimar las ovejas es mi carta de presentación”, dice.
Ya pasó la media hora, era momento de continuar, quedaba la mitad del lote todavía. “En otras épocas, las majadas eran de 1200 ovejas, entonces había cuadrillas de al menos siete esquiladores. Pero eso dejó de existir. Nosotros hemos hecho por día hasta 200 ovejas. Es un trabajo muy duro pero no queda otra, solo hay que tener una cintura y una muñeca resistentes, en buen estado, para poder permanecer tantas horas agachado. Aunque ya no usamos más la tijera y ahora es con una máquina, hay que saber acomodar el animal, hay que tener mucho conocimiento de sus movimientos para esquilar lo más eficiente posible, si no el trabajo no rinde. Nunca se termina de aprender el oficio”, detalla.
Cuando quedaba solo un carnero por esquilar, ya cerca de las 12, el aroma del costillar puesto en el asador interrumpió su labor. Avellaneda tomó la posta y fue a acomodar para almorzar, mientras Jerez terminaba su faena: “Son jornadas intensas porque una vez que se encienden los motores no se para. Si bien es más rápida que la antigua esquila a tijera, cada minuto está plagado de mucha tensión”.
Se abrieron las tranqueras de los corrales y con rapidez la majada completa corrió campo afuera. Apagaron el motor y solo se escuchaba el balido incesante de las ovejas en búsqueda de sus corderos. Se sentaron bajo el tala seco y almorzaron. En ese momento, Jerez tomó la lata de durazno y comenzó a contar una a una “las latas”.
“Son 123 en total, patrón. Me llevó la lana y le hago $350 por oveja, ¿le parece bien?”, le dijo al dueño del establecimiento.
Con el deber cumplido, cargaron todas sus herramientas en la caja de la camioneta y los lienzos de lana en un pequeño acoplado y partieron rumbo a su próximo destino. “Mucha gente que lo conoció me dicen que mi padre fue el mejor esquilador que hubo. Yo trato de imitarlo siempre porque lo importante es que te sigan llamando año a año”, cierra.
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