Santiago Calzadilla en sus famosas Beldades de mi tiempo rescata los usos, maneras, innovaciones y modas en la década comprendida entre 1830 y 1840, de un Buenos Aires que a la vez se iba modificando.
Escrito en 1891 da cuenta que en tiempos de Rivadavia “había entusiasmo por los caballos extranjeros, como ahora”, y en aquel momento se produjo la primera importación de caballos de raza. Eran los caballones frisones, llamados así por provenir de Frisia, provincia de Holanda que se caracterizaban por su gran fuerza y resistencia arrastrando pesos enormes; esos equinos fueron adquiridos por la firma Hullet Hnos de Londres. La orden indicaba “se comprarán en el punto de Europa en que se puedan conseguir, dos a cuatro caballos padres de las mejores razas de frisones”, asimismo se encargaron carneros padres de las mejores lanas del norte de Europa. Los tres caballos y una yegua llegaron en 1826 y fueron entregados al cuidado de don Felipe Pineyro, dueño de las famosas tierras del Rincón de Noario.
De allí salieron espléndidas “crías que no se las usaba, como ahora, para tirar carruajes, sino carros de pesadísima carga”. El 13 de abril de 1855 se celebró en la Casa de Rosas en Palermo una muestra ganadera, en la que se presentaron varios caballos frisones denominados Hure, descendientes de los importados hacía casi tres décadas.
Mateo Ramón Masculino el fabricante de los grandes peinetones, que rigió durante doce años la moda de las mujeres porteñas, así como las hacía lucir con sus productos a ellas; el disfrutaba recorrer la ciudad bien montado, y también se hizo traer un caballo chileno. Calzadilla recuerda que pasaba a saludar a Justa Carranza, el zaino “era hermosísimo, coquetón y braceador insigne, levantando los brazos ondulosamente con acompasada gracia y tanto, que había que pararse a verlo pasar, orgulloso como si comprendiese que lo jineteaba un lindo mozo”.
Otro que trajo un caballo de Chile para lucirse fue el padre de Calzadilla también llamado Santiago. El ejemplar procedía de Penco (Concepción) y se lo envió Domingo Ocampo, hermano de don Gabriel famoso abogado casado en Buenos Aires. El ejemplar “no cedió en novedad, ni en belleza de formas, a los primeros que lo precedieron”.
Según Calzadilla “era un zaino rabicano que braceaba al frente y se recogía como el de la estatua de Belgrano, formando un conjunto en que no había peros que ponerle, y lo complementaba por su negra cola de un volumen extraordinaria, luciéndola, pues era esa la moda y el mérito especial de los caballos chilenos”. Comparaba esos tiempos de largas colas, como el magnífico retrato de Martín de Santa Coloma, con el gusto de esos años “es una moda y un gusto detestables, y aún inmorales, peso a los ingleses que lo han introducido; y no digo más porque siendo moda, hay que inclinarse y sufrir esta imposición”.
Volviendo al montado de su padre “era además de tan buena rienda, que a la simple presión de la rodilla giraba a la derecha y a la izquierda sobre sus patas traseras, como un trompo sobre la púa. Así era como podía manejársele con rienda de seda”.
Crítico de la moda y los caballos ingleses que se imponían en la última década del siglo XIX, “de patas desproporcionadas; con pescuezos más largos todavía, que caminan tiesos como los pavos, sin inclinar el pescuezo y sin saber más”, exaltó “nuestro caballo criollo, nacido y criado a la intemperie, es sobrio y sufrido; sólo se alimenta de los pastos del campo, lo mismos en los días calurosos que en los rigores del invierno”.
Y agrega “son también esos pobres gauchos de la pampa, raza desheredada por nosotros mismos, pero a los cuáles su leal y franca altivez, junto al amor siempre puro a su libertad, impide que se sometan, por más humilde que sea su condición, a esos mil servicios viles, que hombres de afuera, y menos escrupulosos hacen con tal de recibir dinero, , sin tener necesidad de que lo abriguen con mantas. Es vigoroso, sufrido, resistente, altivo y arrogante, pues para pegar una tendida, hace que se asusta y se encabrita””.
No son poca cosa estas líneas en la pluma de Calzadilla, un porteño “bon vivant” y cultor de la belleza femenina, que escribió esto que suena a un latigazo en esa época: “El gaucho desaparece, ¡quien lo creyera!, con los bríos de la Patria, y cuando vayamos a necesitar de ellos como de nuestros sufridos caballos, hemos de ver que los pocos que quedaban de estos, los hemos vendido al ejército inglés, italiano o belga”.
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