Vivimos en una Argentina relatada. El relato es una verdad a medias, generalmente floja de papeles y con números que no cierran. La narrativa de los “pueblos fumigados” sostiene que la agricultura extensiva, al aplicar plaguicidas en lotes cercanos a los pueblos y ciudades, dispara intoxicaciones y enfermedades temibles como cáncer, Parkinson, demencias, malformaciones embrionarias, etc. Fotos de alto impacto emocional y titulares tremendistas han levantado una ola de intentos para prohibir y limitar el uso de plaguicidas, con miles de hectáreas que pueden ser convertidas en tierras improductivas.
Grupos que militan una ideología opuesta a la tecnificación del campo toman estos argumentos para debilitar la agricultura empresarial combatiendo sus métodos de producción y su perfil agro-exportador. El objetivo declamado es reemplazar el modelo convencional por otro que, libre de “agro-tóxicos”, preserve la salud de los pueblos, la biodiversidad, los ecosistemas. Asumen que el Estado, mediante subsidios, compensará sus eventuales deficiencias.
Sin duda, los plaguicidas mal manejados son tóxicos peligrosos. Los agroaplicadores, y también sus familias, están más expuestos que el resto de la población a enfermedades derivadas de su mala manipulación. La biodiversidad puede asimismo ser afectada.
Pero también estamos expuestos cotidianamente a otros tóxicos, como los plaguicidas domésticos, los fármacos, los solventes o las emisiones producidas por mala combustión. Cuando comparamos, resulta llamativo que más de 40 centros sanitarios de Buenos Aires reporten que el 97 % de las intoxicaciones provienen del mal uso de medicamentos, emisiones de monóxido de carbono y otros tóxicos. El 3% de plaguicidas domésticos y un porcentaje más bajo de plaguicidas agrícolas.
La relación entre plaguicidas agrícolas y cáncer -profusamente denunciada- es curiosa. Muchos factores pueden activar un cáncer, pero el relato prende mejor si involucra a los plaguicidas. Combinando datos estadísticos de la FAO, del Censo Nacional Agropecuario del 2018 y del Instituto Nacional del Cáncer en 24 provincias argentinas, encontramos que provincias con extensas áreas desérticas como Santa Cruz, Chubut, Neuquén y Río Negro, sin agricultura extensiva y mínimo uso de plaguicidas, registran índices de mortalidad por cáncer mayores (entre 5 y 25%) a los Buenos Aires o Córdoba, que aplican muchos más fitosanitarios a sus cultivos. Podemos presumir que otros factores ajenos a los plaguicidas explican los casos de cáncer en aquellas provincias.
La horticultura familiar se localiza en el periurbano de las ciudades y pueblos. Según el último censo nacional agropecuario, apenas el 2,3 % de las unidades agrícolas censadas declaran no utilizar agroquímicos, desbaratando la creencia que la agricultura familiar es, por definición, esencialmente “agroecológica”. Al contrario, lo que las estadísticas demuestran es que una hectárea hortícola destinada a producir lechugas y tomates en Argentina, consume unas 15 veces más plaguicidas que una hectárea de soja, y 30 veces más que una hectárea de maíz o trigo. Y utiliza proporcionalmente más insecticidas que herbicidas, lo cual implica mayor toxicidad.
¿Son estos horticultores culpables? No, si no combatieran las plagas no producirían lo que la sociedad les demanda. También debe prestarse atención al poco evaluado, pero siempre masivo, uso de insecticidas domésticos en los hogares urbanos en primavera y verano ¿Qué indica todo esto? Que las poblaciones urbanas son en sí mismas burbujas expuestas a la acción de plaguicidas durante buena parte del año.
La deriva de un plaguicida hacia sitios alejados del lote fumigado es otro aspecto a menudo ignorado. Depende, esencialmente, de la velocidad del viento y del tamaño de la gota fumigada. Cualquier productor profesional sabe que fumigar en un día ventoso es una pérdida de tiempo y dinero, y que esa pérdida se minimiza en un día calmo. Los estudios demuestran que las gotas más pequeñas (de unos 20 micrones) derivan a mayor distancia (unos 120-130 metros) con una brisa de unos 10 km/hora. Las gotas más grandes (de 50 o más micrones) no derivan más allá de los 20 metros. Son la velocidad del viento y el pico que regula el tamaño de la gota quienes deberían demarcar los límites.
Frente a estas evidencias, ¿es sensato culpar selectivamente al productor de soja o de maíz por enfermedades que pueden deberse a muchos otros factores? ¿Estamos inmersos en un debate irrelevante? ¿Tiene sentido desplazar la línea de fumigación a 1000, 2000 o 3000 metros de las zonas pobladas si no se puede probar su efectividad?
Cuando se aplican buenas prácticas de fumigación -que los productores deben conocer y respetar- no parece haber argumentos sanitarios y técnicos que justifiquen una exclusión mayor a los 200 o 300 metros. Si se insiste obsesivamente en ampliar una zona de exclusión sin pruebas concluyentes, la prohibición deja de tener un soporte científico y esconde, más bien, una probable intención ideológica.
El autor es Miembro Correspondiente de la Academia Nacional de Agronomía y Veterinaria
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