Víctor Antonio Ventura es de Monte Buey, provincia de Córdoba. De familia de agricultores, y ahora contratista rural, le tocó estar en el frente de batalla en 1982; sus vivencias durante el conflicto y ahora con el campo
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Amanece en Monte Buey y hace rato que los Ventura están levantados. Es que, con la cosecha de la gruesa por delante, hay que aprovechar el clima benévolo y así poder cumplir con los diferentes contratos en tiempo y forma. Desde hace tiempo que esa familia cordobesa se dedica a hacer servicios de recolección de cultivos en la zona.
Para Víctor Antonio, el del medio de los tres hermanos, este próximo 2 de abril no será una fecha más. Sabe que hace ya 40 años no pasa desapercibida. Aquel día, junto a otros soldados, aterrizó en un Hércules C130 en Puerto Argentino. Aun pareciera que fue ayer. Recuerda al detalle los 74 días que pasó en ese archipiélago del sur.
La infancia de Ventura fue en el campo, la primaria en una escuela rural, cerca del establecimiento de 60 hectáreas que tenía Raúl, su padre y la secundaria transcurrió como pupilo en una escuela de electromecánica. Con 18 años ya cumplidos, en febrero de 1982 le llegó el momento de partir a Sarmiento, provincia de Chubut, para realizar el servicio militar.
“Llegué el 2 de febrero, hicimos algo de instrucción en un campo y a los dos meses, la noche del 1º de abril nos dicen que nos íbamos a Comodoro Rivadavia, había un rumor de líos en Buenos Aires y nos iban a mandar ahí. Nada de eso pasó: ese 2 de abril de 1982, a las 5 de la madrugada un superior nos levantó y nos dijo que debíamos recuperar las Islas Malvinas, que hacia más de un siglo que los ingleses estaban usurpándolas”, cuenta a LA NACION.
Y hacia allá partieron, parados “como subidos a un colectivo”, en un avión del ejército. “Y bueno, dijimos, ‘es una experiencia nueva, vamos a conocer las Malvinas’. Nunca antes había viajado en avión y menos parado. Éramos el primer avión que aterrizaba allí y tuvimos que esperar que saquen las maquinarias que había en la pista de aterrizaje”, relata.
“Recuerdo que lloviznaba esa mañana. Pensé que eran solo un par de días, pero al final fueron 74. Con bolsones y los mismos fusiles que habíamos usado en la instrucción llegamos. Cuando aterrizamos y escuchábamos tiros, nos preguntábamos si era cierto o no lo que estábamos viviendo. Era como una película”, añade.
Desde el aeropuerto, caminaron unos siete kilómetros hasta Puerto Argentino y, mientras marchaban, los disparos eran cada vez más intensos. Llegaron al poblado, se hospedaron en un galpón y luego izaron la bandera.
Los días pasaban y llegó a oídos de los superiores que Inglaterra estaba enviando tropas hacía las islas. Por lo que decidieron hacer “un pozo zorro, en donde dormir, una suerte de trinchera subterránea, donde al tiempo comenzó a brotar agua desde abajo y se empezó a inundar”.
“Yo estaba en guardia hasta las 10 de la noche, era el encargado de atender el teléfono por el que nos avisaban si había una alerta roja, por ejemplo. Fue duro, dormíamos vestidos. Nos tuvimos que hacer hombres de un día para otro”, describe.
Al poco tiempo que arribaron, el 17 de ese mes, Ventura cumplió los 19 y como parte de su humilde festejo, tras una misa, el padre Torrent le obsequió un rosario bendecido por el Papa, que todavía lo conserva.
“El cansancio de pensar todo el tiempo que te iban a matar era agotador. Cuando te bombardean de noche, lo único que nos quedaba era aferrarnos a la fe. Por eso era agradecer la mano de Dios que estaba allí acompañándonos. También teníamos una imagen de la Virgen del Carmen, con un vidrio que la protegía, una vuelta una esquirla rompió el vidrio pero la virgen quedó intacta. Para nosotros era una señal de que ella estaba con nosotros”, detalla.
También, como no habían hecho el juramento a la bandera, el 24 de abril, lo hicieron “jurando defenderla, incluso hasta perder la vida”. En ese rememorar, se acuerda de aquellas declaraciones realizadas al periodista Nicolás Kasanzew, en junio de 1982. “Hay que tener fe en Dios que es el único que nos cuida. No hay precio que valga para defender a la Patria, defendiéndola vamos a salir adelante. Nunca vamos a entregar lo que es nuestro”, decía en esa oportunidad. En cada ataque enemigo pensaba en el General José de San Martín, que había defendido a la Patria tiempo atrás y ahora era él, quien debía luchar para recuperar ese pedazo de soberanía en el sur argentino.
Una de las cosas que lo hacían mantener con el ánimo en alto era cuando llegaban cartas con noticias de sus familiares, a pesar de estar tan lejos de su Córdoba natal. “Cada vez que uno recibía una carta de su familia, la leía en voz alta para compartir con los otros que no habían recibido nada, era una manera de no sentirnos tan solos. Mis padres que vivían en el campo, solo iban al pueblo los domingos, cuando el correo estaba cerrado, sin embargo, el jefe de correos, Don Robledo, los atendía lo mismo y les entregaba las cartas que yo enviaba”, cuenta.
La noche del 13 de junio, antes de la rendición, como siempre se preparó para combatir, haciendo guardia a unos 300 metros del frente de ataque. “Las bengalas eran una constante, había soldados que ya se replegaban porque ya no tenían más municiones. Estuve ahí hasta que el superior dio la orden de volvernos al pueblo. Era una eterna fila de soldados que volvíamos, replegándonos hasta una panadería. Era nuestra rendición”, describe.
Luego vendría su vuelta al continente en un barco hospital y después nuevamente a Sarmiento, Bahía Blanca, Río Cuarto, Villa María y, finalmente Bell Ville, donde lo esperaba su familia.
Sus padres se murieron y nunca le preguntaron por las cosas que vivió en las islas, para no recordarle los momentos feos pasados allí. Junto a su amigo Ricardo Guillén, de la localidad cordobesa de James Craik y que estuvieron siempre juntos, son muchas las sensaciones que se entrecruzan en sus memorias, las tristes y las que generan orgullo y agradecimiento.
Cuatro décadas después, su vida se reparte entre los trabajos de cosecha, su mujer, sus hijas y los amigos incondicionales que nunca lo dejaron solo. Desde 2001 ya no tienen el campo familiar: malas cosechas y los vaivenes de la economía argentina los obligaron a vender el establecimiento y a dedicarse más de lleno a ser contratistas.
Por años, los Ventura fueron marcados por la guerra. “Mi abuelo no se cansaba de contarnos sus vivencias en la guerra del 14. Mi hermano mayor, Eduardo, estuvo en el sur durante el conflicto con Chile y yo en Malvinas. No es lo mismo contarlo de lo que se vive en el campo de batalla. Nadie gana con una guerra, la guerra no sirve”, destaca.
En estos 40 años, algunas veces se despertó sobresaltado. Aun así le gustaría volver a Malvinas. “Recuerdo perfectamente cuál era mi posición en el frente de batalla: a unos 100 metros de la pista y en dirección a la base, donde estaban los comandos. Sé donde enterraron los sables los subtenientes antes de la rendición”, dice.
Ya está oscureciendo, es hora de dejar la cosecha para el día siguiente y volver a casa. Son momentos especiales y Ventura los quiere vivir de esa manera. “No somos excombatientes, seguimos luchando para que no nos olviden y poder transitar este dolor que llevamos adentro”, destaca y reflexiona: “También producir alimentos es defender y servir a la Patria, porque es mucho lo que el campo aporta al país”.
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