Donaron la biblioteca de este intelectual y político al Complejo Museográfico Enrique Udaondo, de Luján
Nuestra vida está delimitada por silencios. Sin embargo, en su transcurso, algo mueve las imágenes y aparecen las palabras.
La biblioteca de Federico Monjardín acaba de ser donada al Complejo Museográfico Enrique Udaondo, de Luján. Humanidad y hondura se conectan en este acto, que nos obliga a preguntarnos cuánto pueden decir de un hombre sus lecturas. ¿Acaso no se trata de excavar en las grutas de los otros y en las propias grutas?
Federico Fernández de Monjardín, a quien conocí a través de su hija Ruth en 1964, tenía entonces 69 años. Había nacido en Buenos Aires en 1895. Sensible a la belleza, iba por las calles de Luján, con boina oscura, diario bajo el brazo, andar atento y ojos mirando el mundo a punto de descubrir, para poder revelarlo.
De la estirpe de Don Quijote, con el mismo dejo español en su acento, en oposición al caballero, era el héroe que todo lo había vivido sin perder compostura, sin caer en tierra, sin encerrarse después de algún periplo.
Su necesidad de vivir lo hacía detenerse en la gente, integrarse al espacio y atravesar los libros con la inquietud de los viajes. Dejaba para cada uno, por simple que fuera, algo de lo que su paso ligero recogía cada mañana desde su quinta El aguaribay hasta el centro del pueblo.
Nace en Buenos Aires, en la calle Alsina al 1900; vive en La Boca; viaja a España, donde cursa primaria y secundaria; habla francés como su madre. Cuando vuelve a la Argentina, sus necesidades económicas lo conducen a distintos empleos, aun los más pequeños, pero las razones de su vivir son otras: la enseñanza, la escritura, la historia, la creación de instituciones que conduzcan a la libertad del espíritu, la política (fue intendente de Luján, diputado nacional y presidente de la Cámara en 1958).
Una de sus obras, Luján Retrospectivo , comienza a publicarse en el periódico local El Civismo , en 1952. Se trata de breves notas que, como el subtítulo anticipa, habrán de registrar: "Historias de la patria chica, la del paisaje amado, la de la familia y la de los antepasados, la de los amigos y de las alegres y sencillas fiestas, la del sabor de los alimentos, la de los recuerdos y de los sueños".
Cuando llega a Luján, en 1914, se enamora del pueblo y aquí se queda hasta su muerte, en abril de 1970. Leyes secretas, con la misma fuerza de lo verificable, permitieron que lo conociéramos. Sólo el rumor de los seres excepcionales detiene nuestros silencios.
De Luján Retrospectivo
El campo. Las sendas. Los caminos. (Fragmento)
"Cuesta hoy imaginar cómo fue el campo de antaño. Para ello hay que leer los relatos de los viajeros, los extranjeros particularmente, y las descripciones de narradores y poetas nuestros, contemporáneos de ese campo unos y recreadores literarios de él otros.
No menos cuesta imaginar que Luján estaba lejísimos de Buenos Aires y que para llegar al «pueblito», como lo denomina algún transeúnte inglés, hay que cruzar ese campo peligroso pese a que la ruta hasta aquí era bastante frecuentada a caballo, con arrias de mulas o con tropa de carretas...
Ese campo era pampa, es decir, llanura que parecía más mar que tierra. Ni árboles tenía salvo cada tanto algún ombú, que era punto de referencia. No había caminos sino sendas que a fuerza del tránsito quedaban más o menos señaladas, sobre todo por las osamentas de los animales muertos en las travesías.
Esa pampa era misteriosa. Cruzarla constituía siempre peligro. Uno de los más graves era extraviarse, es decir, salir de la ruta, perderla. (...) Era, en lo más del año, inmenso pajonal. En ella los cardos eran tan altos que entre ellos podía esconderse un hombre a caballo.
En el pajonal se ocultaban muchos peligros: el gaucho alzado, es decir el que se había dado a la antigua profesión de asaltante; las víboras, sobre todo la de la cruz, tan temida; algún puma; los perros cimarrones, peligrosísimos que andaban en manada, con algún jefe, como lobos; las vizcacheras, en las que los caballos podían quebrarse una pata; los insectos que en nubes a veces atacaban a hombres y a bestias. Otras veces, luego de lluvias, los atolladeros que aquí llamamos pantanos, donde se hundían las carretas hasta los ejes... Este campo, que casi no varió hasta mucho después de mediados del siglo XIX, es decir hasta hace menos de cien años, había que pasarlo para comunicarse".
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