El jueves pasado, el presidente de EE.UU., Donald Trump, refrendó la más reciente edición de la tradicionalmente llamada Farm Bill, legislación que contiene el grueso de los subsidios a los productores agrícolas de ese país.
Su impacto global es importante no solo por la magnitud de los fondos involucrados, sino por la relevancia de EE.UU. como productor y exportador mundial. En esta ocasión se la denominó Agriculture Improvement Act de 2018, contando con un presupuesto que se prevé alcance, combinando los programas de agricultura y nutrición, los 428 mil millones de dólares en cinco años y 867 mil millones en diez años.
Esta legislación agrícola estadounidense data desde 1933, con la Agricultural Adjustment Act, mediante la cual se crearon diversos mecanismos de apoyo a los agricultores, como programas de sostenimiento de los precios y pagos directos, y se establecieron controles de oferta para aliviar el problema de sobreproducción.
Desde ese entonces, cada cinco años el Congreso ha aprobado una nueva ley con la intención de actualizar los programas de ayudas. Con dichas actualizaciones se fueron incorporando nuevos objetivos y programas, teniendo como uno de los más trascendentales a la inclusión a mediados de los 70 de los cupones para alimentos, que hoy representan casi tres cuartas partes del presupuesto de la ley.
Durante el período que irá desde 2019 a 2023 se proyecta que más del 76% del gasto (US$326 mil millones) tenga como destino los a programas de nutrición, esto es los cupones de alimentos o subsidios al consumo para los sectores más desfavorecidos del país.
Este ha sido un tema particularmente discutido en los últimos años, tratando de procederse a su recorte. De hecho, Trump ordenó al Departamento de Agricultura de los Estados Unidos que propusiera una nueva regla para presionar a las personas de bajos ingresos consideradas "sanas" y que reciben ayuda para alimentarse a través de SNAP, para que vayan a trabajar.
Conforme a los requisitos actuales, los beneficiarios que se consideran "capaces" tienen que trabajar por lo menos 20 horas a la semana para obtener los beneficios, pero los Estados pueden evitar aplicar estos requisitos en ciertos casos.
Yendo a lo que es específicamente destinado a agricultura, tres secciones se llevan gran parte del presupuesto: seguros agrícolas, para proteger al productor de variaciones climáticas y de precios; subsidios para productos agrícolas y programas de conservación. Estos suman un total de 99 mil millones de dólares y representan el 23% del presupuesto total.
El resto, cuyo monto es de US$3500 millones, se destina a programas de comercio, horticultura, investigación y extensión, energía, silvicultura, ingresos, desarrollo rural y crédito, entre otros.
En términos generales, no ha habido cambios sustanciales respecto de la Farm Bill de 2014, ya que la reciente versión mantiene e incluso mejora los programas de productos básicos y el seguro de cosechas, de los que depende la agricultura convencional, amplía la mayoría de los programas de conservación, crea nueva asistencia para la agricultura urbana, aumenta la ayuda a la agricultura orgánica y las granjas cuyo destino son los mercados locales.
Por otro lado, se refuerza el seguro federal de cosechas y promueve el desarrollo rural, incluso mediante la financiación de la expansión del acceso a Internet de alta velocidad. También se promueven iniciativas de investigación agrícola y especialidad y agricultura ecológica.
Además, hay beneficios para los productores de lácteos, un programa para prevenir enfermedades de animales y cultivos y financiamiento para iniciativas de salud animal, así como la creación de un banco de vacunas para enfermedades como la fiebre aftosa.
Impacto global
Aún debe analizarse la implementación efectiva de la ley para vislumbrar sus alcances y efectos, pero pueden aventurarse algunas consideraciones de importancia. En primer lugar, lejos de reducir los montos otorgados, en todos los casos se mantienen o amplían. Esto termina perjudicando a países productores competidores de EE.UU., ya que se generan desviaciones en el mercado internacional, con impactos negativos en precios y comercio.
Como segundo aspecto, se refuerza el concepto de red de seguridad agrícola para los productores, es decir, toda una serie de medidas que protegen al productor de variaciones en precios, producción e incluso riesgo climático.
El efecto que le sigue es llevarlos a producir muchas veces por encima de sus intenciones originales, nuevamente perjudicando a competidores que no cuentan con esquemas de protección similares. Esto surge incluso en palabras del propio secretario de Agricultura, Sonny Perdue, quien ha señalado que los agricultores asumen riesgos financieros todos los años al momento de hacer negocios, por lo que contar con una ley agrícola vigente les da tranquilidad para tomar sus decisiones para el futuro.
En tercer lugar, la propia ley convive con las medidas adoptadas este año para proteger a los productores agrícolas de las represalias generadas por la guerra comercial entre EE.UU. y sus socios comerciales (con China a la cabeza). En un primer momento se anunció un paquete de ayudas por US$12 mil millones, pero nada implica que dicha cifra pueda incrementarse.
Por último, lejos parecen haber quedado los momentos en que se soñaba con una reducción progresiva de las ayudas, sea por cumplimiento de compromisos ante la Organización Mundial de Comercio (OMC), o por el propio ajuste fiscal planteado por legisladores republicanos de un tiempo a esta parte. Como se viene planteando desde hace varios años, una nueva oportunidad de reducir ayudas distorsivas se ha perdido.
El autor es director de la Fundación INAI
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