A orillas del río Santa Lucía, Villa Córdoba, también conocida como Estación Santa Lucía, es un pequeño poblado que creció alrededor de la estación de ferrocarril. Ubicada en el departamento correntino de Lavalle, está a dos kilómetros de la ciudad de Santa Lucía.
Una capilla, las casas de unos pocos vecinos que resisten el paso del tiempo, la estación de tren y el viejo almacén "Ramos Generales Casa Vargas", de doña Marcelina, que nació en los años 50 cuando ella entendió que esa estación necesitaba una proveeduría cerca.
Allí se crió Fabricio Vargas, nieto de Marcelina e hijo de José Trinfón, quien de mañana iba a la escuela y por la tarde ayudaba a su padre en el almacén. Horas y horas pasaba delante del largo mostrador de pino Brasil que iba de punta a punta del negocio. Le encantaba junto a sus hermanas acomodar la estantería cuando llegaban los proveedores pero sobre todo disfrutaba de atender a los clientes.
Allí se podía encontrar de todo, desde forrajes para la hacienda hasta las provistas para el personal del campo. Y si no había alguna cosa, de alguna manera se solucionaba esa falta. También servía de posta a los pobladores de los parajes vecinos que venían temprano a hacer trámites a Santa Lucía y debían hacer tiempo hasta que abra el banco o el hospital.
"Era también una especie de bolichón donde se podía tomar una medida de ginebra y comer un sandwich de mortadela. Mucha gente venía de los parajes como del Batel y hacían posta en el almacén. Antes el almacenero era todo: asesor, gerente de marketing y la persona que entraba depositaba su confianza en uno", cuenta Fabricio a LA NACION.
Los días eran eternos para los Vargas sobre todos esas vueltas donde luego de cerrar el almacén se dedicaban a organizar los pedidos de los campos y cargarlos en la vieja camioneta, porque a la mañana siguiente bien temprano harían el reparto camino al pequeño campo familiar, cerca del estero Cafarreño.
"Pero en esas tardes libres después de trabajar para descomprimir, lo recuerdo a papá que se sentaba en el patio a tomar fresco y a tocar el bandoneón o a escuchar un chamamé. Fue él quien me transmitió su amor al campo y a las tradiciones", recuerda hoy, con 38 años.
Ni Marcelina ni José Trinfón nunca salieron del pago, pero cuando Fabricio terminó la secundaria decidió irse a estudiar veterinaria. Ya recibido volvió para trabajar en el Plan Ganadero de la provincia y se alquiló un local en Santa Lucía, el pueblo vecino, para hacer sus primeras armas en la profesión.
Pero un día su padre enfermó y hubo que cerrar el almacén. Una gran tristeza cundió en la familia, no solo por el padecimiento del padre sino por el cierre de toda una historia en torno a ese viejo mostrador de pino de Brasil. Fue así que para que no se pierdan esos recuerdos, a Fabricio se le ocurrió mudarse a ese lugar. Y en el fondo, donde estaba el depósito de mercaderías, armó su casa y, en la parte de adelante donde se atendía a la gente, lo refaccionó e instaló su veterinaria, que ahora está en sus inicios.
Aun conserva ese gran mostrador que mandó a fabricar su abuela, la balanza en la que se pesaba el maíz, los ganchos de carnicería, los techos de ladrillo y el caramelero del negocio al que transformó en biblioteca.
La vida profesional del veterinario se complementa con una labor que lleva en un municipio vecino y la administración en el campo familiar en Carrafeño que aun conservan.
Para Fabricio volver al lugar a trabajar al sitio donde creció es orgullo puro. "Me reconforta continuar en este lugar que perteneció a mi familia. La sangre galopa de generación en generación. La energía sigue intacta", concluye.
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