En las muy frías mañanas de invierno, el 9 de julio preferentemente, o en fechas cercanas, la jornada empezaba muy temprano para el quintero o el chacarero mercedino.
Era una verdadera ceremonia. Antes, en los dos o tres meses previos la atención hacia la comida del animal, generalmente sobre la base de maíz, era fundamental para obtener carne y tocino de calidad.
El día de la carneada era una fiesta. La familia, más algunos parientes y vecinos, se había ido acercando para ayudar en la infinidad de tareas que harían elaborados insumos.
A la nochecita se ponían los costillares al fuego y todos los participantes gozaban su momento de relax y alegría por la tarea cumplida. El vino y la galleta de campo eran obligados compañeros de aquel manjar.
La carne de primera calidad mezclada con otra de novillo (y a veces, aunque excepcionalmente, de burro) y el mejor tocino cortado a cuchillo en pequeños dados iba para el salame, máxime creación de estos artesanos.
La elaboración del salame, en un proceso que hasta su estado óptimo para consumo llevaba unos 45 días dependiendo de la tripa utilizada y de la meteorología, era un arte.
Se comenzaba sobre una mesa grande, de las llamadas de cocina en donde ocho o diez expertos y voluntarios procedían a separar la mejor carne que era cortada en pequeños trozos, eliminadas venas y grasa y mezclada en las proporciones que establecía el responsable, máxima autoridad y único que accionaba la máquina por cuya boca salía el producto, mientras que el segundo al mando la recibía en tripas, efectuando un leve masaje para no dejar aire en el interior, y cada tanto procedía a atar salame por salame, o en su caso chorizo por chorizo. Una vez atados eran sometidos a dos o tres pinchazos con una espina, preferentemente de acacio negro (así se lo denominaba) para quitar el aire que podía haber quedado encerrado en la tripa.
La carne llevaba ajo, mejor dicho su goteo, puesto en un lienzo blanco, junto a un poco de ají molido y vino tinto común más pimienta negra en grano (cuando se procedía al corte la feta no debía tener más de dos granos, porque de haber más se entendía que el exceso enmascaraba deficiente calidad), sal como imprescindible conservante, a veces un poco de nuez moscada, sin perjuicio que otros artesanos variaran esta receta básica, porque cada quintero tenía su fórmula para obtener un producto de excelencia.
El salame mercedino es de origen piamontés, y no existe ningún producto similar en el país que lo iguale en cuanto a gusto y calidad. Algunos lo llaman de “picado grueso”, mientras que otros, puristas, rechazan la referencia al “picado”. Otras variedades y gustos son posibles, pero dentro de esta gama el salame quintero mercedino se destaca netamente.
Una particularidad radica en que al no usar jamás salitre como conservante, al cortarlo el embutido se va volviendo de a poco de color negruzco, nunca rojo o rojizo que es lo que sucede cuando se utiliza salitre en la elaboración.
A partir de allí, el salame permanecía colgado en una pieza de techos altos y espaciosa, oscura y aireada razonablemente, ya que las corrientes de aire lo secan en demasía. Si todo anduvo bien en cada una de las etapas y el tiempo acompañó (el calor fuera de época es un enemigo) el manjar irá a la mesa familiar o de amigos y una cuchilla bien filosa cortará las finas fetas de un producto que si está óptimo, largará una lágrima y deleitará a quien lo deguste.
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