Hace poco más de un año, Carmen Casey, descendiente en cuarta generación de irlandeses y esposa de Justin Harman exembajador de Irlanda en la Argentina, comenzaron a soñar un recorrido de a caballo o en carruaje por las viejas heredades donde sus antepasados y compatriotas que supieron poner su esfuerzo para engrandecer el país. Reunió así con su marido a diez personas y con ellos emprendió el recorrido que bautizó con el nombre de El Trébol y el Ombú, feliz forma de unir a algo tan simbólico en ambos países.
En el periódico El Siglo, de Montevideo, el 15 de noviembre de 1870, Justo Maeso un español, natural de Gibraltar, radicado en la Banda Oriental apuntaba: “cuántos irlandeses, con su sola azada y sus robustos brazos, zanjeadores hace años, son hoy ricos hacendados en Navarro, Chascomús, Areco, Luján y otros partidos de la provincia de Buenos Aires”.
De esas historias familiares, que se han transmitido de generación en generación, Carmen Casey nos decía: “Mi tatarabuela, Eliza Sinnott, perdió a su hijo y a su marido en 15 días durante una epidemia de cólera, siete meses después, a los 48 años, dio a luz a una hija, mi bisabuela, Brigid Moore, por lo que es un milagro que esté por aquí hoy. Mi abuela Casey-Murtagh perdió a su marido de un ataque al corazón después de que el una tormenta de granizo le destruyera la cosecha; con sus cinco hijos se mudó con su hermana hasta que, muchos años después, logró comprar una propiedad”.
El camino que hizo en grupo lo había recorrido fines de 1828 y comienzos de 1829 el francés Alcides Dorbigny, quien transitó esa zona y recordaba que “el villorrio de Lobos está bordeado de zanjas de álamos que, durante el verano, dan una sombra muy agradable y descansan el ojo fatigado de la monotonía de las pampas”. Lo mismo que en Navarro la visita a la posta de Santana, donde su jefe “era un hombre grueso, criado en el campo y dueño de una gran tropilla de ganado” los recibió con la clásica hospitalidad criolla, que les explicó detalladamente la manera de domesticar los caballos. O la cañada de Chivilcoy donde “había algo de agua, que hizo mucho bien a nuestros caballos, que estaban cubiertos de sudor no solamente por el ardor del sol, sino igualmente por la agitación continua que les producían los tábanos”. En este caso nuestros viajeros cruzaron la cañada con una sequía total.
Pasaron por el predio de la Capilla de San José, perdida en el medio del campo, a pocos kilómetros de la localidad de Moll. Lamentablemente sufrió también la piqueta, que no solo en la ciudad derriba edificios. Afuera las lluvias o la sequía, las pestes, la existencia de suficiente pasto para las parvas, el estado de los caminos, los fletes, todo era motivo de conversación de los hombres; las mujeres discurrían sobre la vida familiar, recetas, costuras, tejidos y los próximos nacimientos en familias de por sí numerosas; mientras los niños correteaban por el parque, escondiéndose en los contrafuertes exteriores del templo o alguno más travieso subiendo al campanario.
Llegaron a una pulpería, “La Blanqueada”, que les causó sin duda mucha mejor impresión que “esos sitios de reunión de holgazanes y gente de mal vivir” con que las describió D’Orbigny; visitaron la estancia “La Rica” que data de 1835 cuando recibiera esas tierras don Manuel López en Chivilcoy y que su hijo Manuel Eustaquio López ampliara en superficie en 1878 y agregara el magnífico casco que nuestros visitantes recorrieron junto a Jorge Bayá Casal. Allí se conserva no poco material de los pioneros irlandeses que poblaron esos campos.
No faltó la hospitalidad de otras familias irlandeses en el viaje y de seguro las fotos y un relato serán pronto un pequeño libro o cuaderno, que dejará el testimonio de un viaje en este siglo, recordando el sacrificio de aquellos antepasados que se aclimataron como pocos a nuestras costumbres, cuyos descendientes recuerdan orgullosas esa tradición gaucha que honramos en esta columna.
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