Muy pocas veces nos ponemos a reflexionar acerca de que la vida humana sobre la Tierra depende de una delgada capa de suelo que en su parte más fértil tiene un espesor entre 20 y 30 centímetros. La historia de la humanidad está íntimamente vinculada a la productividad del suelo, ya que agotada la capacidad de la tierra y transformados sus campos en desiertos, el hombre debió emigrar repetidamente en su historia. La naturaleza, en una labor muy lenta, actúa recuperando el daño que le ocasiona el hombre. Se estima que ella necesita alrededor de un siglo para reponer un centímetro de suelo perdido por acción erosiva del viento y del agua.
Según un informe de la FAO, hay más de 1000 millones de personas subnutridas, lo cual representa un 14,2% de la población mundial. Este panorama se agravará seguramente teniendo en cuenta el crecimiento de la población, que pasará de los 7 mil millones actuales a más de 9 mil millones hacia mediados de este siglo, con el mayor incremento en los países más pobres. En una gran cantidad de naciones, su población no alcanza a cubrir las necesidades básicas de alimentos, lo que se constituirá en uno de los mayores flagelos del siglo XXI.
Uno de los desafíos más significativos que afronta la humanidad es la degradación de los recursos naturales y principalmente la degradación de los suelos cultivados. Alrededor de 2000 millones de hectáreas están deterioradas en forma irreversible y de las 1700 millones restantes, un 60% (unos 1000 mil millones de hectáreas) poseen procesos degradatorios de moderados a graves que afectan anualmente entre 5 y 7 millones de hectáreas de tierra productiva.
Si bien los escenarios mundiales plantean incertidumbres propias de su dinámica, se verifican actualmente hechos que afectarán la gobernabilidad ambiental y alimentaria mundial. La variabilidad climática, la escasez de agua por sequías recurrentes, el incremento de la erosión y degradación de los suelos, el destino creciente de tierras para usos no agropecuarios y la competencia para generación de biocombustibles son realidades que merecen destacarse.
En el planeta quedan aún tierras sin cultivar y la mayor parte de ellas están ubicadas en ecosistemas frágiles. Su puesta en producción podría generar efectos ambientales muy negativos. En consecuencia, es esperable que el incremento de la producción de alimentos provenga más de la intensificación que de la habilitación de nuevas tierras.
La situación constituye una excelente oportunidad para la Argentina por el crecimiento vigoroso de las nuevas economías mundiales que demandarán más y mejores alimentos. En el Plan Estratégico Agroalimentario y Agroindustrial Nacional 2010-2020 se establece como meta alcanzar las 160 millones de toneladas de granos preservando los recursos naturales y el ambiente. La reducción de la tasa de erosión del suelo, la rotación de cultivos para incremento de la materia orgánica, la fertilización y puesta en valor de los servicios de los ecosistemas a la sociedad son algunos de los fines estratégicos ambientales desarrollados en el documento.
Memoria
El 7 de julio se conmemorará en el país el día de la conservación del suelo, fecha instituida mediante un decreto en 1963 por el presidente Arturo Illia. La propuesta fue del INTA y la fecha elegida constituye un homenaje al doctor Hugh Bennett, pionero en la lucha contra la erosión de los suelos en distintas regiones del planeta, creador del Servicio de Conservación de Suelos de Estados Unidos. En los fundamentos del decreto se expresa que " el suelo agrícola configura el soporte más sólido de la economía argentina, así como de su expansión futura, y que consecuentemente la conservación de nuestro recurso natural básico es imprescindible para garantizar el bienestar de todos los habitantes de la Nación". Sin duda alguna, el deterioro de la salud de los suelos importa por la pérdida de un capital de importancia estratégica para la Nación, pero más aún por el compromiso moral de un país naturalmente privilegiado como productor y proveedor de alimentos.
Frente a ésta realidad se impone el deber de conservar los suelos y generar políticas de largo plazo tendientes a preservar su calidad y salud. Ello incluye contar con un programa nacional de conservación de suelos que promueva la investigación, extensión, capacitación y educación, integrando instituciones del sector público y privado. Ello debería complementarse con una ley nacional de conservación de suelos que sirva de estímulo a los muchos productores que trabajan adecuadamente el suelo y a los que quieran sumarse a esta noble y responsable tarea.
Nuestros suelos constituyen el pilar de la economía nacional y la base de una agricultura que motoriza el desarrollo regional y local, proyectándonos al mundo en un rol cada vez más estratégico como productores de alimentos y energía. Si todo ello no alcanzara, sumemos el compromiso de todos para conservar los suelos y los recursos naturales como una concepción ética de alcance social e intergeneracional, tal lo consignado en el capítulo segundo de la Constitución Nacional.
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